@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com
Me encuentro entre los millones de telespectadores
que pudimos ver este sábado 8 de septiembre la final del Abierto de Estados
Unidos entre la multicampeona del tenis, la estadounidense Serena Williams, y
la japonesa Naomi Osaka. Debo aclarar de entrada que no soy ducho en éste, ni
en ningún deporte, pero suelo disfrutar de las finales de los eventos más
importantes del planeta, y me pongo arbitrariamente a favor de unos o de otros
sin importarme trayectorias, copas, colores de piel, nacionalidades o hálitos
de luminosidad de muchas de las figuras que se enfrentan en los campeonatos. Lo
que me importa en definitiva es disfrutar del espectáculo deportivo y romper de
algún modo con la cotidianidad propia de un académico y escritor (aulas,
clases, libros, textos, informes, ponencias y egos), y así adentrarme en el
contexto de esfuerzo y de gran tensión que suele significar para buena parte de
la población mundial las distintas disciplinas deportivas. Como quien dice:
para sentirme parte y todo del orbe en un momento muy particular.
Desde el inicio del partido la Osaka impuso su ritmo
y técnica, a tal punto de avasallar sin aspavientos a su rival, quien comenzó a
recibir (y resentir) los embates de la japonesa como una afrenta a su ya
golpeada autoestima (y sentido de infalibilidad). Todo se desplegó ante
nuestros atónitos ojos como una película de mala factura, en la que una diva
indignada mostró su peor rostro en un intento infructuoso por revertir su
azaroso destino.
Ya muy cerca de concluir el segundo set, la japonesa tenía casi asegurada la victoria, y fue en ese instante, cuando en un acto de desesperación, el entrenador de Serena le hizo señales de asesoramiento para que cambiara de estrategia, cuestión prohibida en la normativa. El árbitro Ramos se lo hizo saber a Serena y se estableció así un fuerte reclamo por parte de la tenista, quien le exigió que le presentara disculpas. En el ínterin, la Osaka logró un punto determinante para su victoria, entonces, en un ataque de ira, la estadounidense destrozó la raqueta contra el piso, lo que le valió como sanción un punto en contra. Vuelta a los reclamos al árbitro, pero ahora en términos insultantes, en medio de lágrimas y de un espectáculo deprimente.
Naomi Osaka ganó la final por paliza, pero las miradas del mundo fueron para una Serena Williams fuera de sus casillas, trastocada en su gigantesca vanidad, para quien era inadmisible la noción de una derrota. La típica imagen de la luminaria que cae en cuenta de pronto de su cualidad terrena y de su flaqueza humana. En otras palabras: la “diosa” que siente de golpe el latigazo del infortunio, y se resiste aceptarlo ya que hacerlo es negar el hechizo “divino” y su exilio del paraíso.