El 14 de octubre próximo, en el marco del Sínodo de
la juventud, será canonizado el Papa Montini (1963-1978) junto con el mártir
Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, en el marco de los 50 años de
la segunda conferencia general del episcopado latinoamericano en Medellín, y
los 40 de la muerte del Sumo Pontífice. Dicho acontecimiento ha dado pie a
numerosas publicaciones, encuentros y exposiciones sobre dichos protagonistas
de la vida cristiana en el mundo y en nuestro continente.
Pablo VI fue el primer Papa que visitó América Latina
(1968), convocó e instaló la reunión de Medellín para que el episcopado le
diera rostro propio según la cultura de nuestros pueblos, a las decisiones del
Concilio Vaticano II, en el que prevaleció el pensamiento y las propuestas de
las iglesias europeas. A dichos documentos hay que añadir los documentos
estelares del Papa, relativos al diálogo dentro y fuera de la Iglesia
(Ecclesiam suam 1964) y al tema de los caminos para superar la pobreza e
injusticias en el mundo (Populorum progressio 1967). Dichos documentos y la
ebullición social mundial de aquellos años, sirvieron de marco para las
inquietudes que pululaban en comunidades cristianas de nuestros pueblos.
Medellín se convirtió en la carta de navegación según
las exigencias sociopolíticas, culturales y religiosas, siendo sus
protagonistas e impulsores de una presencia eclesial más viva y comprometida
con los anhelos de nuestra gente, un grupo notable de obispos visionarios. De
tal manera que podemos afirmar que Pablo VI está ligado de muchas formas con la
realidad integral de América Latina. Una obra que me llamó la atención, escrita
por un sacerdote francés, está dedicada a señalar que el magisterio del Papa
Francisco hunde sus raíces en las enseñanzas y mensajes del Papa Pablo VI. En
el coloquio que sostuvimos con el actual pontífice nos recalcó que su
exhortación “la alegría del evangelio” está plagada de citas del Papa Montini y
de Aparecida.
Francisco es el primer Papa que no intervino en el
Concilio Vaticano II. En aquel entonces, Bergoglio era estudiante jesuita en
Argentina y Europa. Se corrobora así lo que a lo largo de la historia ha sido
una constante. Los que mayor impulso le han dado a las decisiones de los
concilios ecuménicos desde Trento (s. XVI), Vaticano I (s. XIX), y ahora
Vaticano II (s. XX), han sido los sacerdotes, religiosas, obispos y papas,
hijos primerizos de lo que allí se trató, y con coraje y creatividad hicieron y
hacen suyas las intuiciones conciliares, con una entrega y espiritualidad
dignas del mayor de los reconocimientos.
El Papa Francisco escribió al inicio de su
pontificado su carta programática, titulada “la alegría del evangelio”. A ella
se suman las relativas a la familia (Amoris Laetitia) y al cuidado de la casa
común (Laudato si). Todas ellas están llenas de referencias a los documentos
conciliares y a las intervenciones de Pablo VI. A los gestos novedosos de
Montini, no siempre bien recibidos por algunos, se unen los gestos y
testimonios de sencillez y de denunia, palpables en Francisco, que causan
escozor y hasta rechazos y descalificaciones por quienes pretenden quedarse en
el inmovilismo en un mundo que cambia vertiginosamente. Vale la pena leer y
rumiar este libro que explica con sensatez que muchas de las cosas que vemos
como escándalos no son más que los pataleos de quienes no son fieles al
evangelio sino a sus propios intereses poco santos.
38.- 13-9-18 (3513)