De lo femenino y lo masculino por Ricardo Gil Otaiza
Múltiples fueron las reacciones a mi artículo La feminización de la pobreza (EU,
12-09-21), lo que me obliga a volver sobre el tema y analizar otras
aristas. Escribir sobre la igualdad de la mujer frente al hombre es de
por sí una afrenta contra ellas, porque sencillamente es un hecho
connatural que debería ser asumido sin discusiones de ninguna índole.
Lastimosamente, las circunstancias históricas y la realidad nos empujan a
ello: a contrastar a ambos géneros, a buscar puntos equidistantes que
nos permitan cambiar la concepción en torno de esa dicotomía
mujer-hombre, que desde siempre ha encendido muchas pasiones, y las ha
llevado a ellas a ser objeto de una trágica minusvalía en todos los
órdenes de la existencia.
En este contexto, el movimiento
feminista ha buscado reivindicar a la mujer, darle el lugar que le
corresponde (y que le hemos arrebatado por perniciosos atavismos), y
bastante se ha avanzado en la meta. Si bien muchos son enemigos de las
llamadas feministas, y las insultan desde la falsa doble moral
civilizatoria, que se ubica desde el extremo del machismo para desde
allí enarbolar supuestos principios y valores “comunes”, su meta jamás
se ha desviado: la igualdad de género en todos los aspectos. Una
cuestión distinta es el “hembrismo” que, pretendiendo la revancha por
tanta infamia cometida contra la mujer en todos los tiempos, busca
cobrárselas a los hombres con exabruptos similares o peores a los
perpetrados contra aquellas desde los inicios de la humanidad. Una
verdadera guerra de sexos.
Una de las lectoras de mi
artículo me dijo que consideraba al siglo XXI como el siglo de la mujer,
cuestión que suena idílica, pero en la que no estuve muy de acuerdo,
porque los progresos alcanzados son neutralizados por acontecimientos
como los de Afganistán, por ejemplo, en donde la mujer, que ya había
ganado en los últimos veinte años muchas batallas por una vida en
libertad, hoy se ve obligada a retroceder de manera abrupta a una
condición cuasi cavernaria.
El
problema del machismo y de la violencia contra la mujer es universal, y
tiene profundas raíces culturales y religiosas. Desde siempre se asoció
a la mujer con el “sexo débil”, y esto permitió que en este hipotético
marco se desplegaran múltiples situaciones, que las han agraviado a lo
largo de la historia por su supuesta inferioridad. Todo se confabuló
para que desde tiempos inmemoriales la mujer esté supeditada al hombre.
Cuando leemos La Biblia
hallamos infinidad de relatos que nos cuentan de la condición de
esclava de la mujer, sumisa frente al hombre, cosificada hasta la
náusea. Los textos bíblicos fueron escritos desde la visión del hombre
en contextos culturales en los que la mujer era casi un objeto, hasta el
extremo de afirmarse que fue creada a partir de una costilla de Adán.
Su génesis es así de inferior rango y dependiente y en deuda con él por
“naturaleza”.
Las iglesias en este aspecto se niegan a
otorgarle a la mujer una igualdad de género, y lo hacen alegando que sus
magisterios fueron creados por hombres para hombres. Cuando la mujer
solicita que se permita el que se puedan ordenar sacerdotisas en la
iglesia Católica, se les replica que los discípulos de Jesús eran
hombres e instituyó la iglesia con ellos. Cuestión rebatible, ya que
Jesús así lo hizo, no porque creyera que la mujer no tenía la “cualidad”
para ello, sino que en el mundo y la cultura en los que vivió la mujer
no tenía ninguna participación pública. Pero resulta que el mundo
cambió, y la iglesia debería adaptarse a los tiempos.
La
desigualdad de trato para con la mujer ha sido en todos los órdenes. Y
la literatura no escapa a esto. Sabemos de las decenas de autoras que
escondieron sus identidades y utilizaron seudónimos masculinos para que
se les publicara y se les tomara en cuenta. Las hermanas Brontë
(Charlotte, Emily y Anne), son emblemáticas, fueron: Currer Bell, Ellis
Bell y Acton Bell, respectivamente. Amantine Aurore Dupin publicó como
George Saind y Mary Anne Evans fue el “famoso” G. Eliot. Hasta la autora
de Harry Potter escondió su género con las ya famosas siglas J.
K. Rowling a petición del editor de su primer libro, quien temía que los
jóvenes no compraran su libro por tratarse de una mujer.
Llevo
varios meses reflexionando al respecto y creo que urge una apertura,
que deberá partir en la manera de pensar y de expresarnos, para que
nuestra visión se transforme y así alcancemos una auténtica igualdad
entre la mujer y el hombre. Si bien no coincido con el planteamiento del
denominado “lenguaje inclusivo”, porque excluye lo que desea incluir,
considero que un lenguaje mixto podría ser el punto de partida para que
ese lento proceso cultural vaya hacia nuevos e insospechados derroteros.
Así
como hubo épocas en las que el color rosado era “femenino” y el azul
“masculino”, y luego sin percatarnos siquiera se dio un quiebre cultural
a partir del cual ambos colores se hicieron indistintos para los
géneros, en el lenguaje podría suceder algo parecido: que la vocal “a”
deje de hablar de lo femenino y la vocal “o” de lo masculino, y que se
alcance un punto en el cual el asunto se dirima en una suerte de mixtura
en la que todos nos sintamos identificados.
En este sentido, no habrá igualdad posible sin puntos de encuentros, y en esto el tiempo tiene la última palabra.