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Hacerte perdonar por Ricardo Gil Otaiza

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Hacerte perdonar por Ricardo Gil Otaiza


De entrada pareciera fácil escribir, como quien junta aquí y allá palabras, forma frases, oraciones y párrafos, y asunto solucionado. Sin embargo, la realidad es muy distinta, es una actividad exigente, que pide mucho al autor, que lo atrapa en sus densas redes y no lo suelta hasta el final del camino. Escribir es merodear, internarse, auscultar, mirar por doquier, meditar, revolverse en el sillón, bocetear, dudar, retroceder y avanzar, abandonar el texto, olvidarlo, regresar a él, reinventarlo, rescatarlo de la nube de la mera abstracción, reescribirlo, ahondarlo, cincelarlo, recomponerlo, articularlo y corregirlo en sus más imperceptibles aristas.

Pero antes de esto, que son palabras mayores, porque te interpelan a cada instante, te increpan, te golpean y hasta te hunden en la desesperación, está la no menos difícil decisión de elegir un tema a tratar. ¡Dios, es muy complejo!, porque llegan a tu mente mil posibilidades, varios argumentos, ideas que han estado revoloteando en tu mente durante mucho tiempo, decenas de oportunidades, historias leídas, escuchadas o vividas, imágenes claras o borrosas de un hecho o de una circunstancia, ráfagas de voces interiores que te hablan y buscan abrirse paso a la fuerza. Y nada te convence, todo podría ser pero no, cada pensamiento se hilvana con otro hasta alcanzar una suerte de macromolécula, que se hace atractiva e imposible al mismo tiempo.

Y das el salto, caes en la página en blanco, ves cómo parpadea el cursor, cómo se abre ante ti todo un horizonte de escritura, pero pareciera cuesta arriba, y entran los demonios acechándote, susurrándote al oído que no podrás, que será difícil, que hay todo un mundo por delante, que el tiempo apremia, que no avanzas y estás estancado, que pusiste la torta, que tendrás que quitar todo, que torciste el destino, que te fuiste por el camino equivocado, que estás quemado, y que ya nada es igual que antes. Te levantas, estiras las piernas y mueves la cabeza de uno a otro lado, bebes café, haces ejercicio, sales al aire libre y respiras hondo, que el aire llegue a los pulmones y al cerebro, que la luz del sol y el claro de la noche recompongan el ritmo y los ánimos, te empujen, te azucen, te increpen por tus indecisiones, te lleven de la mano de nuevo hasta tu mesa de trabajo, y te muestren el boquete a través del cual alcanzarás la meta.

Retornas relajado al puesto de trabajo, dispuesto a vértelas con la palabra, nada más y nada menos que con la palabra, el verbo, el logos, la razón y la acción, tragas grueso, tecleas deprisa, no miras cuánto te falta, avanzas a tu ritmo, piensas, dudas, vas al Diccionario de la Lengua Española, al Panhispánico, al de la María Moliner, al de Americanismos, al de Venezolanismos, al de Sinónimos y Antónimos, a la Gramática de la Lengua Española, a la Web, a la Biblia, consultas con un especialista, con tu pareja, con un hijo, con tu memoria, con tus autores favoritos, con el recuerdo y el olvido que hay en ti, con el pálpito y la intuición, con las cartas, con la borra de café. ¡Qué sé yo, con el mundo!

Todo va bien hasta que te estancas, y sientes de inmediato la punzada estomacal, el latir rápido de tu corazón, la sudoración de las manos, el menear de las piernas a un ritmo demencial, y comienzas a rascarte la cabeza, a bostezar, a cerrar con fuerza los puños, a castigar las teclas, más café, sí, más café, me falta una nueva dosis, quizás también algo de dulce, unas galletas, un trozo de chocolate, una miga de pan, quizás una Coca Cola (a la que eres adicto), un jugo, un trago de agua, abrir la ventanas, sí, falta el aire, hay un ambiente pesado, los ojos te arden, el cansancio se asoma, intuyes la debacle, la caída en el foso, la oscuridad del abismo, la sentencia de la ciencia: “las neuronas se arrugan”, date un descanso, cambia de actividad y date un baño. Entonces, escuchas música, miras al techo y de pronto llega el ramalazo, el flash que esperabas, la emersión de la musa que sonriente te aguarda muy sensual al lado de la mesa.

Retomas el texto y vas piano piano, estás repotenciado, ya nada te detendrá, se avizora la orilla, por allá se perfila la costa, la línea del horizonte ahora es más nítida. Llegas por fin. Estás exhausto, el cuerpo te reclama, sientes la cabeza embotada, pero no puedes todavía cantar victoria, aún falta titular, y ese es el gancho, el anzuelo, la entrada que definirá si tu texto tendrá la debida atención y la lectura que deseas. A lo mejor titulaste a la entrada, y eso no está mal, solo que a veces se erige en un ancla que te impide volar con libertad. Sientes cómo descienden tus niveles hormonales, cómo baja la presión y es el momento preciso para dar comienzo a un proceso, que suele ser determinante, se trata de la corrección.

Más relajado vas leyendo lo que escribiste con aplomo, y lo haces también en voz alta para que tus ojos y oídos capten los inefables ruidos, ripios, gazapos, cacofonías, incoherencias, y todo aquello que le reste elegancia al texto. Das varias lecturas, metes el escrito en el “congelador” para que se enfríe, para que tomes distancia, para que dejes de leer de manera automática y tu cerebro no te haga malas pasadas, y revisas setenta veces siete como aconseja la Biblia. Claro, lo aconseja para el perdonar, pero bueno, es casi lo mismo, porque tienes que hacerte perdonar con tu escritura.

rigilo99@gmail.com                                        





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