Mérida, Mayo Lunes 12, 2025, 01:36 am
Ignacio Alvarez Vara BARQUERITO
Especial para VUELTA AL RUEDO
CON LA SOLA EXCEPCIÓN de un sexto del
hierro de Vegahermosa, serio pero distinto, la corrida de Jandilla, honda,
rematada, bien armada, pareja, armónica y enmorrillada, fue una verdadera
belleza. Señal de ganadería larga y con fondo: hace tres semanas, en Sevilla,
la de Jandilla, un punto por debajo de esta otra, fue la mejor hecha de toda la
feria de Abril. El mismo grado de belleza. Corridas a escala. La de Madrid, más
llena de carnes, por encima.
El juego de una y otra fue similar.
En Sevilla, un tercer toro sobresaliente, un sexto más que bueno y otros tres
propicios si se medían las fuerzas. En la de San Isidro rompió con calidad por
todo particular el cuarto de corrida. Uno de esos toros que se acaban
recordando por su nombre, Rociero, por su entrega y por esa virtud tan difícil
de fijar que es el ritmo. La prontitud, la fijeza y el son al embestir. Y la
codicia para repetir, sin la cual no hay ritmo posible.
No se había apenas visto en el
caballo, ni siquiera había galopado con el mismo aire que los dos primeros,
incluso se llegó a protestar por arrastrar de partida cuartos traseros y amagar
con sentarse. Fue todo falsa alarma. Estaría frío o acalambrado. Cuando José
Chacón lo cerró después de banderillas, el toro vino entero y recobrado, paso
seguro. Iba a encontrarse con un Castella en plenitud.
El Castella de las zapatillas
enterradas, de quietud imperturbable, impecable, vertical, suelto de brazos,
dueño en seguida del toro, que se pasó con ajuste desde el primer trompetazo:
el primer estatuario de una tanda de cinco, por una y otra mano, cosidos los
cinco con el natural, el de pecho y un remate que quiso ser el pase del desdén,
pero fue tan solo uno de castigo. Por primera vez en toda la tarde se sintió el
rugido unánime tan de las Ventas.
El viento no dejó elegir terrenos
y Castella, tan amigo de descararse en los medios y en distancia en tantas de
sus faenas mayores aquí mismo, se vio obligado a torear entre rayas de sol al
abrigo de las tablas. En paralelo con ellas fue la faena entera. Faena larga de
dos tramos. Entre uno y otro, una pausa de refresco, que dio al toro una
segunda vida. Esa vida y ese tramo ganaron en intensidad a los precedentes.
Habían sido dos tandas abundantes y ligadas en redondo, y una primera con la
izquierda sin redondear porque el toro enganchó más de una vez. Después de la
pausa, vino lo bueno: se rompió Castella toreando al natural en una tanda
fantástica: Tras ella, una penúltima abierta con un cambio por la espalda y
seguida de toreo por las dos manos. Por dos veces seguidas ligó Castella el
natural con el de pecho, y eso levantó un clamor. Antes de cuadrar, tres
manoletinas clásicas, y justo antes de atacar con la espada un desarme. Y una
estocada hasta la bola. Pendiente de ser apuntillado el toro, Castella se
dirigió hasta el platillo para celebrar. A mitad de viaje, se levantó el toro.
Al fin dobló a los pies del torero de Beziers, que tuvo el detalle de
acariciarle el lomo al despedirlo. Dos orejas.
Era la corrida de la reaparición
de Sebastián en Madrid tras su retiro de solo tres temporadas. Vestido de
blanco y plata, terno de estreno, hizo el paseíllo cubierto y no desmonterado.
No lo sacaron tampoco a saludar. Por eso, y porque la faena del regreso había
sido justita de ideas, el triunfo tan sonado del gran toro de Jandilla fue como
una bomba de relojería. En la vuelta al ruedo se dejó ver a Castella de verdad
conmovido.
En el cartel de jandillas de
Sevilla estuvieron el propio Castella y Pablo Aguado, igual que ahora, pero con
la compañía de Tomás Rufo -puerta del Príncipe- y no con la de Manzanares, a
cuyo reclamo se colgó el quinto No-hay-billetes de San Isidro. Manzanares le
pegó demasiados toques, tirones y voces a un noble segundo con el que no se
acopló. Espoleado por el éxito de Castella, quiso con el quinto, que, tras
haber galopado bien y apenas sangrado, se paró enseguida. No le sonrió la
suerte a Pablo Aguado. Un tercero de buenos apuntes pero que perdía las manos
en cuanto se las bajaba el torero, y jugado en medio de un fastidioso coro de
palmas de tango dirigidas al palco pero que rebotaban en Pablo, y un sexto que
peleó en el caballo más que los cinco restantes juntos y, apagado en la muleta,
se vino abajo demasiado pronto.
Ignacio Alvarez Vara BARQUERITO
Especial para VUELTA AL RUEDO
CON LA SOLA EXCEPCIÓN de un sexto del
hierro de Vegahermosa, serio pero distinto, la corrida de Jandilla, honda,
rematada, bien armada, pareja, armónica y enmorrillada, fue una verdadera
belleza. Señal de ganadería larga y con fondo: hace tres semanas, en Sevilla,
la de Jandilla, un punto por debajo de esta otra, fue la mejor hecha de toda la
feria de Abril. El mismo grado de belleza. Corridas a escala. La de Madrid, más
llena de carnes, por encima.
El juego de una y otra fue similar.
En Sevilla, un tercer toro sobresaliente, un sexto más que bueno y otros tres
propicios si se medían las fuerzas. En la de San Isidro rompió con calidad por
todo particular el cuarto de corrida. Uno de esos toros que se acaban
recordando por su nombre, Rociero, por su entrega y por esa virtud tan difícil
de fijar que es el ritmo. La prontitud, la fijeza y el son al embestir. Y la
codicia para repetir, sin la cual no hay ritmo posible.
No se había apenas visto en el
caballo, ni siquiera había galopado con el mismo aire que los dos primeros,
incluso se llegó a protestar por arrastrar de partida cuartos traseros y amagar
con sentarse. Fue todo falsa alarma. Estaría frío o acalambrado. Cuando José
Chacón lo cerró después de banderillas, el toro vino entero y recobrado, paso
seguro. Iba a encontrarse con un Castella en plenitud.
El Castella de las zapatillas
enterradas, de quietud imperturbable, impecable, vertical, suelto de brazos,
dueño en seguida del toro, que se pasó con ajuste desde el primer trompetazo:
el primer estatuario de una tanda de cinco, por una y otra mano, cosidos los
cinco con el natural, el de pecho y un remate que quiso ser el pase del desdén,
pero fue tan solo uno de castigo. Por primera vez en toda la tarde se sintió el
rugido unánime tan de las Ventas.
El viento no dejó elegir terrenos
y Castella, tan amigo de descararse en los medios y en distancia en tantas de
sus faenas mayores aquí mismo, se vio obligado a torear entre rayas de sol al
abrigo de las tablas. En paralelo con ellas fue la faena entera. Faena larga de
dos tramos. Entre uno y otro, una pausa de refresco, que dio al toro una
segunda vida. Esa vida y ese tramo ganaron en intensidad a los precedentes.
Habían sido dos tandas abundantes y ligadas en redondo, y una primera con la
izquierda sin redondear porque el toro enganchó más de una vez. Después de la
pausa, vino lo bueno: se rompió Castella toreando al natural en una tanda
fantástica: Tras ella, una penúltima abierta con un cambio por la espalda y
seguida de toreo por las dos manos. Por dos veces seguidas ligó Castella el
natural con el de pecho, y eso levantó un clamor. Antes de cuadrar, tres
manoletinas clásicas, y justo antes de atacar con la espada un desarme. Y una
estocada hasta la bola. Pendiente de ser apuntillado el toro, Castella se
dirigió hasta el platillo para celebrar. A mitad de viaje, se levantó el toro.
Al fin dobló a los pies del torero de Beziers, que tuvo el detalle de
acariciarle el lomo al despedirlo. Dos orejas.
Era la corrida de la reaparición
de Sebastián en Madrid tras su retiro de solo tres temporadas. Vestido de
blanco y plata, terno de estreno, hizo el paseíllo cubierto y no desmonterado.
No lo sacaron tampoco a saludar. Por eso, y porque la faena del regreso había
sido justita de ideas, el triunfo tan sonado del gran toro de Jandilla fue como
una bomba de relojería. En la vuelta al ruedo se dejó ver a Castella de verdad
conmovido.
En el cartel de jandillas de
Sevilla estuvieron el propio Castella y Pablo Aguado, igual que ahora, pero con
la compañía de Tomás Rufo -puerta del Príncipe- y no con la de Manzanares, a
cuyo reclamo se colgó el quinto No-hay-billetes de San Isidro. Manzanares le
pegó demasiados toques, tirones y voces a un noble segundo con el que no se
acopló. Espoleado por el éxito de Castella, quiso con el quinto, que, tras
haber galopado bien y apenas sangrado, se paró enseguida. No le sonrió la
suerte a Pablo Aguado. Un tercero de buenos apuntes pero que perdía las manos
en cuanto se las bajaba el torero, y jugado en medio de un fastidioso coro de
palmas de tango dirigidas al palco pero que rebotaban en Pablo, y un sexto que
peleó en el caballo más que los cinco restantes juntos y, apagado en la muleta,
se vino abajo demasiado pronto.