Mérida, Marzo Domingo 16, 2025, 06:54 pm
Básicamente, todo lo que sé lo aprendí en la mesa. Me refiero a lo
aprendido como sistema de valores, creencias y elementos atinentes a mi
manera de conducirme. No en vano se es hijo de una italiana del sur del
sur de Sicilia, pues la cultura mediterránea en términos clásicos
apuesta a la familia como fuente de amor y fortaleza, además de cultivar
vínculos en torno a la buena comida y a intercambiar experiencias
cotidianas propias del día a la hora de comer. La mesa, la comida, la
buena cocina, las bases de lo que uno termina siendo como persona y, por
supuesto, la siembra de los valores. Todo eso inseparable al antiguo
concepto primitivo de hogar. De hecho, la mesa ha sido mi más importante
escuela. Los distractores sanos y el compartir en familia suelen
generar bienestar.
En una ocasión, comentando en un almuerzo el
libro del excelso escritor siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa
(1896-1957) titulado El gatopardo, surgió un debate (tertulia)
acerca de las características de los cambios propios a las dinámicas
sociales y los mecanismos adaptativos que nos permiten enfrentarlos. En
el libro El gatopardo, el tema de los valores es asumido de
manera aguda, tanto desde la ética como desde la cotidianidad (praxis).
Estudiar este texto de Lampedusa siempre es pertinente, no solo por sus
abrumadoras enseñanzas, sino por lo bien escrito que está. Libro de gran
valor filosófico y moral, muestra “sin ambages” cómo se enfrentaron
ciertas realidades. Es curioso cómo tanta gente repite su emblemática
frase sin tener claro el espíritu que se acuña en ella, pero eso será
tema para otro trabajo. Lo cierto es que se trata de una genialidad que
aborda, entre otras cosas, cómo el apegarse al sistema de valores sirve
de protección frente a los cambios inseparables a las dinámicas
históricas de los pueblos.
Recuerdo que la conversación tornó un giro polémico, y mi padre, con
habilidad, contó la historia de “el pececito”, logrando sosegar las
bravuras. Cuando las ocupaciones me embargan, vale la pena volver a esta
anécdota de mesa para recrear un tiempo que ya no existe, pero que dejó
sembrada la implacable costumbre de comer siempre en familia y de
intercambiar las más variadas historias entre quienes nos profesamos
amor.
Este es el asunto:
“Era un pez cebra y vivía en un
frasco de mayonesa de los grandes. Nos lo había regalado un tío y
durante doce años no le cambiamos el agua del envase en donde vivía. Se
veía saludable y jamás le aplicamos ningún fungicida o antibacteriano de
esos que se suelen echar a las peceras. Los restos de comida se pegaban
en los bordes del frasco y nunca presentó enfermedad alguna. A pesar de
que la comida se empichaba y los hongos proliferaban, el pez daba
muestras de una salud resplandeciente. Solía nadar con una placidez y
calma que invitaba a que lo observásemos durante horas. Conforme iban
pasando los días, el agua se iba evaporando y cuando a uno de los
miembros de la familia nos parecía que ya se estaba reduciendo mucho su
territorio acuífero, solíamos echarle una olla de agua que se mezclaba
con la que ya tenía el frasco y el pez se veía contento mientras hacía
acrobacias en su hogar. La ‘pecera’ se iba poniendo verde según pasaba
el tiempo y uno que otro caracol de vida fugaz solía limpiar el vidrio
hasta volverlo a poner transparente. ¡¡Cómo nos encantaba ese pececito!!
En
esos doce años nos fuimos de vacaciones durante más de un mes en varias
oportunidades y le echábamos el equivalente a la comida que necesitaba
durante nuestra ausencia. Cuando regresábamos solíamos impresionarnos de
cómo había aumentado de peso y lo vivo que se volvían los colores de su
cuerpo. De verdad que era agradable el pez y cada uno de nosotros lo
fue llamando conforme le pareciera el nombre adecuado para el pececito.
Es así como mi hermano lo llamaba Eugenio, mi hermana le decía Flipper,
mi padre le llamaba ‘la trucha’ y mamá le decía ‘el pececito’. Yo solía
llamarlo ‘Lacan’... por aquello de ‘la importancia del silencio’.
Cuando
alguna visita llegaba a casa, solía preguntarnos por los familiares y
amigos cercanos y siempre preguntaban por el pececito, tan importante y
conocido era. Un amigo biólogo marino se interesó en él y quería hacerle
estudios o qué sé yo. La voluntad de mi padre se hizo sentir:
‘Prohibido meterse con la trucha’.
Todo iba bien con nuestro pez
hasta que ocurrió lo inevitable. No me acuerdo quién fue, pero a alguno
de nosotros se le ocurrió que sería prudente lavarle el frasco con el
argumento de que ‘la pecera estaba sucia’. Fue cuestión de segundos. Una
vez que se le lavó el frasco, al momento de introducirlo en el agua, el
pez dio un giro y quedó muerto de manera fulminante. Lo sentimos.”
A
veces, cuando a alguno de los miembros de mi familia se le meten la
cabeza la idea de provocar un cambio en su manera de conducirse, suele
escucharse el grito familiar de: ¡¡Acuérdate de lo que le pasó al
pececito!! Cosas que uno aprende, pues.
Filósofo, psiquiatra y escritor venezolano.
alirioperezlopresti@gmail.com
@perezlopresti