A lo largo de los últimos meses he hablado de los lectores y he categorizado el tema: Lector de libros, Lector de cuentos, Lector de poesía, Un lector hedónico, Lector desesperado, Lectores extremos y Mis verdaderos lectores,
y no han intervenido ni el azar, ni la abulia y, ni siquiera la
ausencia de otros temas para adentrarme en esos vastos territorios, sino
un verdadero interés por definir esa noción que para mí es fundamental,
porque me reconozco básicamente como un lector: alguien quien hace casi
cuatro décadas dio el salto a la escritura y desde entonces ha
alternado ambos oficios, en un intento por comprender su realidad, su
entorno, y, a sí mismo. ¿Qué duda cabe?
Hoy intentaré
aproximarme a la figura del lector a secas: sin categorías ni
sobrevenidos apellidos, porque en la vida real, es decir, en la mía y en
la de todos, no sirven de mucho: cobran significado en el ámbito de lo
académico y de las humanidades y las ciencias sociales en general, pero
no en la vida cotidiana, la que pateamos a diario: en la que tenemos que
enfrentarnos a multitud de circunstancias y variables que nos llevan a
diversos destinos y derroteros: esa misma vida que nos enseña y nos da
lecciones a cada instante y nos dice una y otra vez que, aunque tengas
la edad que tengas, no todo está dicho, que siempre se abrirán
compuertas inesperadas e inauditas, que siempre tropezarás con hechos
rayanos en lo inverosímil y en la fábula.
Pues, ser
lector de lo que sea, en el formato que escojas y en las circunstancias
que decidas, es una de las mayores experiencias intelectuales y
espirituales a las que podrás acceder en la existencia, porque nos abre
multitud de puertas y de compuertas, nos permite acceder a mundos
insospechados y maravillosos, que podrían cambiarnos la vida y lanzarnos
a experiencias y aventuras que nos marcarán para siempre, dejando en
nosotros una estela tan profunda, que habrá un antes y un después de
aquello: una huella, un punto de inflexión, un profundo hiato que nos
hará saber que ya no somos los mismos, que un “algo” inasible se ha
posicionado en nosotros y que como un virus se multiplicará dentro,
engarzará una y mil cuestiones a la vez, y nos soliviantará de tan modo
que, aunque lo queramos, no podremos ya retornar a la condición
anterior, porque es parte sustancial del ser: una llama que nos impele a
la acción y nos ilumina siempre.
El lector no sólo
lee e internaliza el texto que tiene frente a sí, o pasa su mirada sobre
los renglones y todo lo que el autor ha plasmado en la página, sino
que, a medida que avanza, va articulando de manera no deliberada (casi
siempre), su aquiescencia o su divorcio en torno de lo que está escrito,
y en su interior se van dando multitud de sensaciones y de emociones,
de destellos y choques de partículas, de aceptaciones y de rechazos, de
risas y de llanto, de disfrute o de repulsa, y, ¿por qué no?, de
supuesta indiferencia, lo que se traduce en una entrada en escena de
nuestros mecanismos internos de control, de nuestros propios referentes y
experiencias, con los cuales vamos contrastando aquello que estamos
leyendo y, en una suerte de ejercicio del intelecto, vamos decantando,
filtrando y también almacenando aquello que sentimos como importante y
sustancioso para nosotros y así, solo así, es cuando llegamos a una
conclusión: me gustó o no me gustó, llenó o no llenó mis expectativas,
vale la pena validarlo o mandarlo al cesto del olvido; es relevante o se
trata de un texto fallido.
El lector no es un “ente”
pasivo, ¡eso jamás!, siempre será un juez en potencia, tenga o no los
quilates para valorar el texto o la obra, porque el autor le ha hablado
sólo a él, le ha susurrado al oído, lo ha hecho copartícipe: su
confidente y su receptor, lo ha puesto en autos, y es allí en donde
juega un papel protagónico la intimidad lector-autor y, como en un
espacio fecundo de la soledad de una pareja, ambos tendrán una dialógica
desde la interioridad, bien para entenderse o para discrepar, pero
jamás para hacerse los desentendidos, y es por ello que en el párrafo
anterior hablé de la “supuesta indiferencia”, porque aunque el lector en
apariencia se haga el que no le importó, o como el que no ha leído la
cuestión que le molesta o que lo intriga o que lo mueve de la silla, el
gusanito ya entró y allí se queda horadando, chocando entre las
neuronas, hablando bajito o gritando sus “verdades”.
En
la dinámica de esta dialógica lector-autor, a veces se invierten los
papeles, y llega un momento en el que un lector atento y disciplinado,
profundamente sumergido en las páginas de una obra, la reescribe, la
adapta a sus propios requerimientos, la condena a dejar de ser lo que
es, para convertirla en propia, de su puño y letra, y hasta se atreve a
corregir al autor, a ampliar en los márgenes sus ideas, a poner notas de
pie de página, a encerrar entre signos de admiración, e incluso de
interrogación, frases y oraciones, párrafos enteros, y a veces la
esencia de la misma, lo que se traduce, sin más, en una especie de
coautoría, claro: sólo a los ojos de quien lee, porque de esto casi
nunca se enteran los autores, aunque conscientes estamos de que no
tenemos la última palabra: es el lector el que en definitiva completa la
intención autoral, la enriquece con sus propias ideas y se erige en
artífice de otros mundos, aunque de la mano de quien dio pie a tamaña
osadía.