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El encanto de las publicaciones digitales y/o descargables por Karelyn Buenaño de Oberto

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Por Karelyn Buenaño de Oberto


A la memoria del poeta Luis Estoico

 

Nada resulta mejor a los lectores avezados que un buen sofá o chinchorro para leer, junto con un buen brebaje -llámese café, chocolate, té, cocuy, vino, entre otros tantos nombres- y un libro debidamente elegido, junto con el olor de la hoja o de la tinta, para gozar del tiempo libre que el exceso de brega suele hacer escasear.

Algunos lectores gozan de una exigente disciplina. Leen un libro a la vez, toman alguna nota, preparan una clase o un conversatorio con todo lo absorbido. Toman el mismo libro muchas veces, lo comentan, lo vuelven a poner ahí donde quepa, dentro de una biblioteca muy polveada que apenas deja salir sus ejemplares.

Pero la mayoría de los lectores se enturbia sin pleno aviso, y a menudo se puede ver encima de la mesa, donde también se recibe la visita o se come el desayuno, la montonera por revisar. Porque está muy bueno ver un poquito aquí, curiosear otro poquito allá. Cuando se pueda, porque nunca hay fecha límite. En el otro extremo de la mesa, una publicación en glasé exhibe los fármacos de promoción. Una que otra publicación religiosa la acabaron de repartir en una esquina. La computadora o el celular tienen notificaciones con un montón de temas sin revisar. Cuesta trabajo hallar algún nivel posible de goce lector, si siempre somos incompetentes ante un ritmo de vida que no conoce puntos ni pausas.

No siempre el desastre nos gana.

A veces se puede descargar un libro y encontrar en éste un nuevo panorama. A todo color, con las mejores ilustraciones posibles. Porque el infinito lo permite. La web posee maravillas indispensables que no siempre están allí cuandoquiera se busquen. Títulos rarísimos, obras casi joyas, revistas que recogen un presente continuo que ignoramos. Libros robados de dominios o editoriales exclusivas. Lo que no se puede tener de forma natural es lo primero que se descarga.

Primero es una simple cosa en la carpeta de descargas: apenas una foto, una planilla, un recibido. Después, entren que caben cien. Los tesoros virtuales son inimaginables.

Luego de almacenar semejantes botines, no es tarea sencilla decir adiós a un texto -con un nombre de archivo alfanumérico- que en su momento resultó interesante, o a una imagen que uno supone que algún día se podrá utilizar. Al bibliófilo corriente también le resulta duro sacar una publicación de su inventario, una hojita de una portada suelta, o tanto peor: descubrir que le han robado un libro.

Sólo que el descargador de oficio no sufre de duelos en la misma medida que el bibliófilo, que puede pasar días y hasta semanas creyendo que lo que se ha perdido no tiene remedio.

El descargador profesional, y por ende lector insistente y virtual, puede hacerse de algunas elegantes enfermedades ergonómicas que hay que resolver por cuenta propia, tales como esa curiosa tensión del dedo índice, el particular traqueo de la muñeca, o el desgaste de una cervical que aguanta cada vez menos.

Hace algunos años atrás, el descargador tenía que hacerse aliado del insomnio. Era una especie de Prometeo millenial que robaba el fuego de los dioses a la “nube”.

Por otro lado, las publicaciones digitales pueden reunir, no solo un público fluctuante (receptores de enunciados) de cualquier parte del mundo, sino también una insólita poliautoría. El criterio de tales textos es, a menudo, mucho más abierto, y facilita a los nuevos escritores la posibilidad de hacer llegar a los nuevos lectores lo que están haciendo. Esto no ocurre solamente entre aficionados: muchas editoriales de larga data, y hasta las universidades del mundo se han lanzado a la propuesta.

Una conocida autora española comenzó su oficio literario siendo apenas una jovencita que escribía historias como a manera de diario emotivo, y los publicaba en su blog. Empezaron a escribirle cientos de personas, luego miles, que le hacían halagos por su singular estilo, y los lectores le contaban anécdotas a su vez, empatizando con lo que expresaba y sentía la adolescente. El impacto de esa conexión fue tal, que inevitablemente lo que inició como un desahogo a partir de las redes terminó como un oficio literario, y ahora varias editoriales importantes publican sus cuentos, novelas y poemas. También es traductora de obras en inglés, y en este momento es una figura de renombre mundial con apenas 32 años.

Ahora tiene su editorial propia: Manos de pan.

Recuerdo otro caso, que me parece más entrañable. Una vez vi un buen blog llamado Vademécum poético (ya no existe) cuyo administrador -editor y autor- era Luis Estoico, de quien supe fue licenciado en letras en Argentina. Era un escritor joven que se dedicaba a compilar definiciones de estrofas poéticas -clásicas y recientes-, y él mismo ponía sus propios ejemplos. También realizaba sus propias innovaciones. Según después leí, su estrofa favorita era el soneto. Una vez le escribí porque descubrí una especie de octava que era parte de la antigua canzone italiana. Una octava torrada. Nada frecuente en español.

Estoico se mostró amable y receptivo. Me contestó de inmediato. Luego le pasé por correo una novedad estrófica que quise inventar, e hizo la publicación en su blog. Tal vez sin saberlo, él había escrito y compilado lo suficiente para hacer, alguna vez, un gran libro. Sin embargo, el destino fatal y una enfermedad de la que nunca supe se lo llevaron a la eternidad en 2015, y apenas me enteré tiempo después, cuando volví a consultar su trabajo. Contaba con escasos cuarenta y tantos años. Alguien, con quien seguramente trabajaba, publicó algo para despedirse del blog unos meses más tarde.

Y de aquel oficio digital incansable no queda casi nada.

No importa, hermano: lo feliz de tanto trabajo, a pesar de la muerte inminente, es la amistad que queda.

Muchos de sus compañeros, lo hubiesen conocido o no, aún rescatan sus esfuerzos a través de publicaciones y comentarios en espacios furtivos. Y me digo con pena: ojalá lo hubiese conocido mejor.

Esta es una de tantas historias por las que los espacios virtuales, así como los de la página en físico, nos siguen develando experiencias que valen la pena.

Dejo aquí un soneto de Luis Estoico, para que sus amigos virtuales lo recuerden. Salud.

Permitidme, Señora...

Permitidme, señora, que os converse
sobre el amor y sin reserva alguna,
pues a las claras veo que una duda
círculos hace en vuestra joven mente.

Vos sostenéis que hoy ya nadie muere
de lo que algunos llaman mal de luna,
pero, señora, dejad que concluya,
luego veremos quién la razón tiene.

Pero si de razón hablamos, creo
que es oportuno mantenerla a un lado,
pues en amor locura es lo sensato.

Señora, en acabando os digo esto:
si la pasión jamás os quemó el pecho...
¡mañana no digáis que habéis amado!

 





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