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Por Ángel Ciro Guerrero

Los hijos de la democracia pidieron a Lusinchi cambiar las cosas, por Ángel Ciro Guerrero



Los hijos de la democracia pidieron a Lusinchi cambiar las cosas, por Ángel Ciro Guerrero

Crónica publicada en los diarios  El Nacional, El Universal, Últimas Noticias y en el Diario de Caracas, seleccionada para su inclusión  en el segundo tomo del libro”70 Años de Crónicas en Venezuela”(I946-2015), editado bajo la dirección general por los periodistas Sergio Dahbar; la coordinación editorial de Elvia Gómez y Harris Saltwach; la investigación documental de Nour Issa y diseño de  Jaime Cruz.. La presentación es de Juan Carlos Escotet Rodríguez y el prólogo está escrito por Francisco Suniaga.

 

En el páramo El Zumbador, cubierto casi por la neblina, entre Táchira y Mérida,  un arreador de mulas se queja del abandono del gobierno.  En Tumeremo, la reunión de todos los caciques de las tribus de Guayana se concertaron  en populosa asamblea para apoyarlo; y en Clarines, la nana anciana rememora la infancia del líder del partido blanco, que la visita convertido en candidato a la presidencia de la república.

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Cuando Jesús Pizarro, capitán general de la tribu pemón tomó la palabra, sus seguidores se estrecharon entre sí las gruesas manos. Quizás en esa unión además de fuerza había, de modo sencillo, demostración pura de solidaridad de siglos. Y sus palabras sonaron en la pequeña sala de la humilde vivienda en Tumeremo –techo de zinc doblado por el sol que allí apuñala, y paredes de bahareque todavía- como aldabonazo en la conciencia nacional. “Usted es nuestra última esperanza. Estamos seguros que usted será el presidente de todos los venezolanos. De los venezolanos como nosotros los pemones, los arawacos, los arawaos, los guahibos. De nuestros hermanos de más allá del río, de los hombres y mujeres de mar y lago y tierra reseca, los guajiros. En fin, de todos. Pero si esa esperanza se pierde, los próximos candidatos tendrán que pedirle el voto a las montañas, al río, a los pájaros, a la selva. Pero la selva no da votos, los pájaros no dan votos, los ríos no dan votos, la selva no da votos. Los indios menos daremos votos a quienes nos sigan considerando venezolanos de tercera…”

Los gobernadores indígenas que habían llegado a Tumeremo venidos desde las entrañas mismas de toda la  Guayana, Amazonas y Delta Amacuro, para estar presentes en la histórica reunión, la primera de este tipo celebrada en el país –compromiso con el líder blanco- aplaudieron las palabras de Jesús Pizarro. Movieron sus rostros graves, sudorosos, firmes, con huellas de años de sufrimiento, asintiendo sin una sonrisa porque los indios son siempre gente muy seria. Afuera, entre la multitud apiñada en la calle de asfalto gelatinoso por el apuñaleante calor, las familias de los capitanes generales habían abierto un círculo en cuyo centro quedaban, solos, dulcemente tomados de las manos, una niña guahiba y un niño arawaco. Simbolizaban el futuro de su estirpe, de su gente, de su tribu y su futuro. El niño pudo llamarse Sebastián, como el indicito poeta que hiciera llorar a Raúl Adrián, el experto piloto de helicóptero que hacía maravillas en el aire, para que el famosísimo “Negro Charlie” -el mejor camarógrafo de cine y TV venezolano- filmase las más espectaculares tomas que hasta entonces nadie había hecho en el país, de las multitudes que se congregaban cuando el candidato  asistía a un mitin en cualquier sitio de Venezuela.

Adrián descendió, apagó el aparato, tomó a Sebastián de la mano y lo entregó a su madre que, al principio lloraba de miedo por su hijo, pero al recibirlo “sano, salvo y contenta por el viaje”, lloraba de la alegría. Ardían, el piloto,  le contó al candidato, al cronista y a quienes pudieron escucharlo que Sebastián, arriba, ya en las alturas, le consultó la opinión al niño sobre el viaje. “Es un niño poeta”, nos advirtió el experto piloto. “Me dijo: “Estoy tocando el cielo, por encima de los árboles, como un pájaro entre las nubes,  por sobre la selva  y el río, para comprobarme a mí mismo que la selva es grande, el río es grande, pero los arawacos somos más poderosos, porque estamos por encima de todos…”

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Rogelio Chacón se afirmó sobre el cuarteado macadam de la carretera Trasandina y vio que la caravana del candidato ascendía lentamente la última curva, precisamente aquélla en donde Reinaldo Flores, que en sus tiempos mozos fue  contrabandista, hombre muy violento y matador de gente, tenía aposentado su refugio en la parte más alta del páramo El Zumbador. El candidato ordenó detener el auto y fue al encuentro de Rogelio, que ya se había quitado el sombrero y acomodado su vieja ruana desteñida. El intercambio de saludos se tornó luego en amena e instructiva charla entre el político y el campesino. El primero preguntó por la familia, la casa, el trabajo. Se maravilló de la belleza del magnífico paisaje, mientras un marco fastuoso de nubes coronaba la serranía. Curvas más abajo, también se había fijado en el lugar, el sitio, el escenario en donde gel general Cipriano Castro había ganado una de las más cruentas batallas que, al frente de su “Revolución Restauradora”, y procedente de Cúcuta, había cruzado el río divisorio y entrado a Venezuela, con el objetivo de “transformar en un país de libertades y de progreso” al que aseguraba “estar en manos de gente que lo ha estado hundiendo y tiranizando”.

El campesino, que hablaba muy despacio, dio certeras respuestas. Un rato más, Lusinchi y  Rogelio hablaban del pasado, del futuro. Lusinchi recordó al general Juan  Pablo Peñaloza. “No lo conocí”, dijo Rogelio, “pero de mis mayores, muchos se fueron con él buscando suerte…” En torno a los dos hombres otros hombres y mujeres, que habían salido de sus conucos, para saludar al líder, presentándole con alegres vivas sus felicitaciones “porque usted ganará las elecciones “guardaron  respetuoso espacio silencio cuando Rogelio pidió permiso para la denuncia:

-“Mire, yo arreo mulas desde La Florida, el pueblo más distante de la capital del Táchira, a pesar de que entre mi pueblo y San Cristóbal median escasos 40 kilómetros, y luego en otro viaje, el de regreso, traigo a veces flores y otras papas desde El Zumbador a Cordero y viceversa”, explicó. “Pero debo denunciar, señor candidato, que hemos sufrido mucho por culpa del gobierno copeyano, que fue duro y malo con nosotros. Déjeme contarle porque es  bueno que usted sepa que, en el pueblo de La Florida, desde hace tres meses los niños no van a la escuela, ya que la carretera que nos construyó hasta allá Carlos Andrés Pérez, Rafael Caldera la dejó perder. ¿Sabe por qué? Porque toda La Florida votó blanco, porque siempre ha votado banco. Desde 1946, cuando el doctor Leonardo Ruiz Pineda, nos lo dijo, hasta hoy que votáramos por AD”. Rogelio cambió el tono de voz y se hizo líder comunal en ese instante:

-Porque debe saber usted, señor candidato, que en La Florida vivimos tiempos felices. Sí. ¡Porque, qué felicidad más grande, que allá teníamos plaza y estatua del Libertador, también construida por Carlos Andrés Pérez! ¡Que felicidad que hayamos tenido, también en ese gobierno, la carretera, con sus puentes de La Zinagosa, El Potosí, La Negra, La Brava, la Jabonosa, La Gómez, todos cruzando quebradas! ¡Qué felicidad, señor candidato, que, en ese gobierno de AD los campesinos habíamos recibido millón y medio de bolívares en créditos! ¡Que felicidad que nuestros hijos tuvieran escuelas, libros, lápices y hasta el vasito de leche! ¡Qué felicidad, señor candidato, que en La Florida seamos todos una sola familia, hijos de la democracia”.

Rogelio, que daba vueltas al sombrero entre sus manos y apoyaba su cuerpo en el anca de la mula, siguió hablando, pero ahora la voz era una denuncia:

-Pero, qué vergüenza, señor candidato, que ahora este gobierno haya olvidado a la gente de La Florida. ¡Qué vergüenza, señor candidato, que a los niños de mi pueblo éste gobierno les haya quitado el vaso de leche! ¡Qué vergüenza, Señor candidato, que éste gobierno haya dejado perder la carretera ¡Qué vergüenza, señor candidato, que en una democracia pasen estas cosas, que a los campesinos de La Florida nos hayan hecho la Cruz, porque somos democráticos y no copeyanos. ¡Usted, señor candidato, ¿qué nos ofrece para cambiar las cosas?”.

Rogelio y su amigo Jaime siguieron hablando, mientras alguien sacó morteros de un camión y los disparó al aire paramero. Toda la gente iba hacia La Grita, Zumbador abajo, para el mitin. Rogelio  se despidió con un fuerte abrazo de Lusinchi y se fue ascendiendo, hasta que al jinete y a su mula, rumbo a Queniquea, los envolvió la neblina.

Ramón J. Velásquez, que estuvo presenciando la escena, ratificaría en sus palabras, iniciándose la campaña electoral de AD en el Táchira, que “el andino tiene tradición de honesto, no solo en sus actos sino también en sus compromisos”. Rogelio, páramo arriba, recordaba lo dicho por el líder, que la situación denunciada sería arreglada en sus justos términos. Rogelio había empeñado su palabra y Lusinchi la suya. “Eso anótelo”, me dijo el historiador, “porque ese hombre que va allá arriba, con su mula, lleva ahora en su  alma una carga preciosa que tiene mucho peso histórico. Él forma parte del plebiscito que se está formando en el Táchira, y se conformará en toda Venezuela,  a favor de Jaime Lusinchi”.

3

-¡Eusebia, Eusebia, apúrate muchacha, apura que ahí viene. …! El llamado de la anciana partió con eco de años, salió por la ancha ventana de celosías de madera arrugada por el tiempo. Se repartió por la calle empedrada, que brinca historia entre ladrillos y piedras puestas allí por manos españolas; repiqueteó en mediodía pleno de sol; cruzó todos los espacios y fue, finalmente, a romperle la atención de la niña que no podía detener su ansiedad y admiración por el hombre que subía por la calle, presidiendo la alegre caminata.

-Tá bien, abuela ya voy. ¡Es que también quiero verlo..!

Había brillo igual al de sus ojos de india en cada palabra salida de sus labios firmes, carnosos, tímidos sin embargo. Sus manos arreglaron las dos crinejas tejidas con mucho anhelo y la florecita que, puesta allí desde  temprano, aunque marchita casi a la mitad del día, le enmarcaba más la belleza de sus catorce años.

La anciana, mientras tanto, ponía en orden sus recuerdos. En la cara se le veía el esfuerzo por hilvanarlos en perfecta sucesión. “Porque son muchos”, diría más tarde al tratar de sacarlos todos desde lo más profundo de su mente, porque unos estaban dispersos en la edad de su tiempo, algunos se habían ido hacia el olvido y otros palpitantes aún se mostraban felices en su corazón  henchido de emociones.

La calle es de trompo y corneta y a cada paso del hombre la ansiedad de las dos mujeres crecía. El “¡Allí viene! ¡Allí viene!, ahora retumbaba en la voz de los niños. Eusebia los miraba con autoridad porque ella se sentía dueña del primer grito y del eco. El  “Allí viene!¡Allí Viene”!, se convertía ahora para la abuela en vecindad para el compromiso con la nieta, a la que la anciana había comenzado a contarle una historia. Como si hubiese logrado atrapar, definitivamente, cada uno de los recuerdos de aquella calle empinada.

En el trompo, como loco girando y cayendo de modo perfecto al suelo habiéndose desenrollado en el aire la cabuya y el grito de los muchachos ante la destreza del que lo lanzaba mejor, le recordó a la anciana las tantas veces que fue a buscar al jovencito de 12 años, que se había hecho campeón con el trompo y jugaba, orgulloso, en cualquier esquina del pueblo, con el bolsillo del pantalón corto lleno de puyas y de lochas, monedas que olían todavía a cajón de bodega;  ganadas en la mayoría de las competencias de trompos que se hacían los sábados ‘y domingos  en Clarines.

Era regresar al tiempo de las cometas elevadas por sobre los árboles de la plaza cerca, desafiando la torre de la Iglesia y liberando la imaginación del muchacho en contraste con las cosas reales que contaban los mayores, sentados en silletas de cuero viendo morir la tarde.

Voces gastadas, pero serenas, que hablaban de cuando se habían ido recorriendo, triunfadores, media mitad de Venezuela tras la Libertadora, desde el Oriente, hacia Caracas, para juntarse a los parameros que igual caminaban la otra mitad, desde Los Andes, a la capital. Los hombres hablaban de un país, el que entró al siglo XX, sumido en el atraso y de los planteamientos que a los venezolanos de ese tiempo les formulaba, como tribuno y parlamentario de punzante estilo marchaban a la capital, liderados por Carpiano Castro y su segundo al mando Juan Vicente Gómez. Iban pertrechados de machetes y máuser, (pólvora en la canana y pólvora en el corazón), detrás también de una bandera que por Clarines pasó teñida de sangre y que lavaron en la casa grande las manos frágiles de señoritas vestidas de anhelos.

Otra vez, calle arriba en fila, uno en uno, cuaderno, lápiz y libro de caracteres gruesos hasta la escuela. Él era el más inteligente, el preguntón, el organizador, el mejor participante y orador en los actos patrióticos. Con una sonrisa la maestra recibía a los niños. Ella nunca pudo ocultar la satisfacción de madre ni de maestra cuando el muchacho, en el recreo, daba con  voz firme sus largas peroratas que podían ser sobre los héroes de la Independencia un día y otro relacionadas con  los poderes del sol y de la luna. Sus compañeros le escuchaban con atención. Él era el hijo de Doña Angélica, destacándose en todo y a su alrededor escuchándole atentamente los hijos de, los Chacín, de los Armas, de los, Cuacarán, de los Perdomo, de los Porras, de los Bustillos, de los Requena, de los García, de  los Domínguez….

La calle empinada recorta ya la distancia entre el hombre, la niña y la anciana que seguía rescatando fragmentos de su particular historia. Como las hilvanadas cuando hubo el encuentro con Juan Perdomo, hombre de barba gris, de historia y cuerpo lleno de cicatrices, unas de Guasina, la isla  de la mitad del río a donde fueron puros hombres; otras de Sacupana, convertidas ahora en fiebres y calenturas permanentes, porque a los huesos de Juan Perdomo más daño les hizo la mosca de alas azules de peste que el hierro hirviente o el machete aplastado sobre sus costillas..

Uno podría observar en los rostros de los hombres viejos la historia de La Resistencia que, con mucho orgullo habían vivido. Ellos le esperaban al final de la calle, abriéndose en redondel al pie de la escalerita para que el político subiera a la tarima y diese el mitin a su gente, a sus paisanos, a sus amigos, a su familia. Uno podía ir, por entre sus rostros, atrapando pedazos para juntarlos  todos y entender las emociones que reflejaban caras negras, caras blancas, caras de años, caras de esfuerzo, caras de gente buena. Como para  agregarlos a la historia que la anciana –ventana adentro- encerrada en sus recuerdos, le iba contando a la niña –ventana afuera- hacia la vida, aprisionando porvenir.

Los domingos, fiesta de guardar. Primero, lavarse la cara  con  agua del Unare. Después, bordear el río. Rio de antes, de cuando por allí navegaban los barcos hechos de bandera negra, fuerte. Lo demás, soltar la imaginación cual si fueran amarras, sentarse a escuchar al abuelo (espejuelos, montura de oro, chaquetón tela gris, de raya, camisas de tela europea, reloj de leontina; una vez leída, página uno, dos, tres, del libro coloreado que mostraba, también con dibujos en tinta negra, las más audaces aventuras en los mares asiáticos, en las arenas de del Desierto del Sahara o en inmensidades de la tierra blanca cubierta de algo que llamaban hielo. Después, preguntar si todo ello era verdad: si era cierto que existían en la selva diosas de mil brazos, tigres de Bengala, y en la mar, en Píritu, nadaban ballenas cantando y delfines que bailaban.

El Unare, antes río no muy ancho, pero suficiente para la navegación de piraguas y peñeros, era sitio agradable para que en las tardes la gente fuera a sentarse a sus orillas  y a comentar los sucesos que llegaban de Barcelona indicando, por ejemplo, cómo marchaba la república.

En la noche, otras reuniones. Para la gente grande. Entonces los muchachos se iban, vela de sebo prendida para iluminar pasillos de caserones fantasmas, y pegar bien la reja detrás de las paredes para escuchar al abuelo contar de los tiempos aquellos en que él también se fue detrás de un hombre a caballo y, años más tarde, regresar convertido en general. Eran días duros, voces de mando. Caudillos. Héroes. Consignas. Banderas. Ejércitos. Combates entre hombres e ideas que venían de lejos. Sobre todo los que una madrugada acamparon en la iglesia, de las más lindas que los españoles construyeron en el país, bajaron al pueblo y, rompieron el día con el clarín de plata “para que los ciudadanos todos entiendan y se dispongan a cumplir cada uno de nuestros decretos”.

Un día hablaron de Gómez, de un dictador, de un país sumido, tiranizado. Pero las cosas se decían muy bajo, tanto que el muchacho casi no podía descubrir, por el sonido, la voz del hombre que, en plena sala -ahora plena de luz de la lámpara de carburo-, había abierto sobre la mesa un fajo de periódicos y de proclamas. Pero estaba allí la gran foto del hombre que había ganado una guerra, librada en Ciudad Bolívar,  que, según el forastero dijo, había acabado con todas y cada una de las guerras y guerritas que a cada rato se daban en Venezuela.

Otro día el muchacho notó la ausencia. El cuarto estaba cerrado. Olía a tristeza en la casa. Se vino a enterar al mediodía regresando de la escuela y después de jugar trompo, que había sido preso. el de los periódicos y llevado a Barcelona, Le pusieron grillos, porque ese general de la Libertadora se había alzado contra el dictador a quien apodaban “el bagre”. Otro hombre, otra tarde, desplegó sobre la mesa otro fajo de periódicos. Allí estaba la noticia, pero no decía que el general  llevaba ocho años muriendose en “La Rotunda…

Ya el líder llegaba donde la anciana. Eusebia, la niña, se arreglaba por última vez la crineja. La anciana recordaba en ese instante de cuando la cometa se quedó enredada entre las tejas de la casa y de cómo ella había hecho lo imposible para desenredarla Porque la cometa tenía cola, de cola un fino pañuelo. De seda traída a Clarines desde lejos, desembarcada en madrugada de contrabandistas en Puerto Píritu. Un pañuelo de Doña Angélica, urgente de rescatar y así evitar reprimendas para ella y el niño.

-¿De dónde venía el pañuelo, abuela?

-De Europa, Eusebia, de Europa. Pero eso te lo cuento después. La anciana abrió los brazos para recibir los del hombre que, de blanco, sudoroso por la larga caminata, investido como candidato a la presidencia de la república, llegaba a su casa, en Clarines, donde había nacido y la anciana, entonces una muchacha, había ayudado a Doña María, la madre, en el parto de su hijo Jaime, que cubrió de besos sus arrugado rostro y con las manos alisaba los blancos cabellos de la que seguía siendo ¡la “nana”.

-¡Ya te vi, mijo, ya te vi. Ahora descansaré tranquila. Esperándote, el corazón me daba saltos como los de tu corazón sobre mis pechos, cuando te cargaba chiquito por los corredores de esta casa. Eusebia, hija, ¿ahora te vas a quedar callada? Habla, saluda, hija, saluda…