Mérida, Noviembre Miércoles 19, 2025, 12:24 am
Crónica publicada en los diarios El
Nacional, El Universal, Últimas Noticias y en el Diario de Caracas,
seleccionada para su inclusión en el segundo tomo del libro”70 Años de
Crónicas en Venezuela”(I946-2015), editado bajo la dirección general por los
periodistas Sergio Dahbar; la coordinación editorial de Elvia Gómez y Harris
Saltwach; la investigación documental de Nour Issa y diseño de Jaime
Cruz.. La presentación es de Juan Carlos Escotet Rodríguez y el prólogo está
escrito por Francisco Suniaga.
En el páramo El Zumbador, cubierto casi por la
neblina, entre Táchira y Mérida, un arreador de mulas se queja del
abandono del gobierno. En Tumeremo, la reunión de todos los caciques de
las tribus de Guayana se concertaron en populosa asamblea para apoyarlo;
y en Clarines, la nana anciana rememora la infancia del líder del partido
blanco, que la visita convertido en candidato a la presidencia de la república.
1
Cuando Jesús Pizarro, capitán general de la
tribu pemón tomó la palabra, sus seguidores se estrecharon entre sí las gruesas
manos. Quizás en esa unión además de fuerza había, de modo sencillo,
demostración pura de solidaridad de siglos. Y sus palabras sonaron en la
pequeña sala de la humilde vivienda en Tumeremo –techo de zinc doblado por el
sol que allí apuñala, y paredes de bahareque todavía- como aldabonazo en la
conciencia nacional. “Usted es nuestra última esperanza. Estamos seguros que
usted será el presidente de todos los venezolanos. De los venezolanos como
nosotros los pemones, los arawacos, los arawaos, los guahibos. De nuestros
hermanos de más allá del río, de los hombres y mujeres de mar y lago y tierra
reseca, los guajiros. En fin, de todos. Pero si esa esperanza se pierde, los
próximos candidatos tendrán que pedirle el voto a las montañas, al río, a los
pájaros, a la selva. Pero la selva no da votos, los pájaros no dan votos, los
ríos no dan votos, la selva no da votos. Los indios menos daremos votos a
quienes nos sigan considerando venezolanos de tercera…”
Los gobernadores indígenas que habían llegado a
Tumeremo venidos desde las entrañas mismas de toda la Guayana, Amazonas y
Delta Amacuro, para estar presentes en la histórica reunión, la primera de este
tipo celebrada en el país –compromiso con el líder blanco- aplaudieron las
palabras de Jesús Pizarro. Movieron sus rostros graves, sudorosos, firmes, con
huellas de años de sufrimiento, asintiendo sin una sonrisa porque los indios
son siempre gente muy seria. Afuera, entre la multitud apiñada en la calle de asfalto
gelatinoso por el apuñaleante calor, las familias de los capitanes generales
habían abierto un círculo en cuyo centro quedaban, solos, dulcemente tomados de
las manos, una niña guahiba y un niño arawaco. Simbolizaban el futuro de su
estirpe, de su gente, de su tribu y su futuro. El niño pudo llamarse Sebastián,
como el indicito poeta que hiciera llorar a Raúl Adrián, el experto piloto de
helicóptero que hacía maravillas en el aire, para que el famosísimo “Negro
Charlie” -el mejor camarógrafo de cine y TV venezolano- filmase las más
espectaculares tomas que hasta entonces nadie había hecho en el país, de las
multitudes que se congregaban cuando el candidato asistía a un mitin en
cualquier sitio de Venezuela.
Adrián descendió, apagó el aparato, tomó a
Sebastián de la mano y lo entregó a su madre que, al principio lloraba de miedo
por su hijo, pero al recibirlo “sano, salvo y contenta por el viaje”, lloraba
de la alegría. Ardían, el piloto, le contó al candidato, al cronista y a
quienes pudieron escucharlo que Sebastián, arriba, ya en las alturas, le
consultó la opinión al niño sobre el viaje. “Es un niño poeta”, nos advirtió el
experto piloto. “Me dijo: “Estoy tocando el cielo, por encima de los árboles,
como un pájaro entre las nubes, por sobre la selva y el río, para
comprobarme a mí mismo que la selva es grande, el río es grande, pero los
arawacos somos más poderosos, porque estamos por encima de todos…”
2
Rogelio Chacón se afirmó sobre el cuarteado
macadam de la carretera Trasandina y vio que la caravana del candidato ascendía
lentamente la última curva, precisamente aquélla en donde Reinaldo Flores, que
en sus tiempos mozos fue contrabandista, hombre muy violento y matador de
gente, tenía aposentado su refugio en la parte más alta del páramo El Zumbador.
El candidato ordenó detener el auto y fue al encuentro de Rogelio, que ya se
había quitado el sombrero y acomodado su vieja ruana desteñida. El intercambio
de saludos se tornó luego en amena e instructiva charla entre el político y el
campesino. El primero preguntó por la familia, la casa, el trabajo. Se
maravilló de la belleza del magnífico paisaje, mientras un marco fastuoso de
nubes coronaba la serranía. Curvas más abajo, también se había fijado en el
lugar, el sitio, el escenario en donde gel general Cipriano Castro había ganado
una de las más cruentas batallas que, al frente de su “Revolución
Restauradora”, y procedente de Cúcuta, había cruzado el río divisorio y entrado
a Venezuela, con el objetivo de “transformar en un país de libertades y de
progreso” al que aseguraba “estar en manos de gente que lo ha estado hundiendo
y tiranizando”.
El campesino, que hablaba muy despacio, dio
certeras respuestas. Un rato más, Lusinchi y Rogelio hablaban del pasado,
del futuro. Lusinchi recordó al general Juan Pablo Peñaloza. “No lo
conocí”, dijo Rogelio, “pero de mis mayores, muchos se fueron con él buscando
suerte…” En torno a los dos hombres otros hombres y mujeres, que habían salido
de sus conucos, para saludar al líder, presentándole con alegres vivas sus
felicitaciones “porque usted ganará las elecciones “guardaron respetuoso
espacio silencio cuando Rogelio pidió permiso para la denuncia:
-“Mire, yo arreo mulas desde La Florida, el
pueblo más distante de la capital del Táchira, a pesar de que entre mi pueblo y
San Cristóbal median escasos 40 kilómetros, y luego en otro viaje, el de
regreso, traigo a veces flores y otras papas desde El Zumbador a Cordero y
viceversa”, explicó. “Pero debo denunciar, señor candidato, que hemos sufrido
mucho por culpa del gobierno copeyano, que fue duro y malo con nosotros. Déjeme
contarle porque es bueno que usted sepa que, en el pueblo de La Florida,
desde hace tres meses los niños no van a la escuela, ya que la carretera que
nos construyó hasta allá Carlos Andrés Pérez, Rafael Caldera la dejó perder.
¿Sabe por qué? Porque toda La Florida votó blanco, porque siempre ha votado
banco. Desde 1946, cuando el doctor Leonardo Ruiz Pineda, nos lo dijo, hasta
hoy que votáramos por AD”. Rogelio cambió el tono de voz y se hizo líder
comunal en ese instante:
-Porque debe saber usted, señor candidato, que
en La Florida vivimos tiempos felices. Sí. ¡Porque, qué felicidad más grande,
que allá teníamos plaza y estatua del Libertador, también construida por Carlos
Andrés Pérez! ¡Que felicidad que hayamos tenido, también en ese gobierno, la
carretera, con sus puentes de La Zinagosa, El Potosí, La Negra, La Brava, la
Jabonosa, La Gómez, todos cruzando quebradas! ¡Qué felicidad, señor candidato,
que, en ese gobierno de AD los campesinos habíamos recibido millón y medio de
bolívares en créditos! ¡Que felicidad que nuestros hijos tuvieran escuelas,
libros, lápices y hasta el vasito de leche! ¡Qué felicidad, señor candidato,
que en La Florida seamos todos una sola familia, hijos de la democracia”.
Rogelio, que daba vueltas al sombrero entre sus
manos y apoyaba su cuerpo en el anca de la mula, siguió hablando, pero ahora la
voz era una denuncia:
-Pero, qué vergüenza, señor candidato, que
ahora este gobierno haya olvidado a la gente de La Florida. ¡Qué vergüenza,
señor candidato, que a los niños de mi pueblo éste gobierno les haya quitado el
vaso de leche! ¡Qué vergüenza, Señor candidato, que éste gobierno haya dejado
perder la carretera ¡Qué vergüenza, señor candidato, que en una democracia
pasen estas cosas, que a los campesinos de La Florida nos hayan hecho la Cruz,
porque somos democráticos y no copeyanos. ¡Usted, señor candidato, ¿qué nos ofrece
para cambiar las cosas?”.
Rogelio y su amigo Jaime siguieron hablando,
mientras alguien sacó morteros de un camión y los disparó al aire paramero.
Toda la gente iba hacia La Grita, Zumbador abajo, para el mitin. Rogelio
se despidió con un fuerte abrazo de Lusinchi y se fue ascendiendo, hasta que al
jinete y a su mula, rumbo a Queniquea, los envolvió la neblina.
Ramón J. Velásquez, que estuvo presenciando la
escena, ratificaría en sus palabras, iniciándose la campaña electoral de AD en
el Táchira, que “el andino tiene tradición de honesto, no solo en sus actos
sino también en sus compromisos”. Rogelio, páramo arriba, recordaba lo dicho
por el líder, que la situación denunciada sería arreglada en sus justos
términos. Rogelio había empeñado su palabra y Lusinchi la suya. “Eso anótelo”,
me dijo el historiador, “porque ese hombre que va allá arriba, con su mula, lleva
ahora en su alma una carga preciosa que tiene mucho peso histórico. Él
forma parte del plebiscito que se está formando en el Táchira, y se conformará
en toda Venezuela, a favor de Jaime Lusinchi”.
3
-¡Eusebia, Eusebia, apúrate muchacha, apura que
ahí viene. …! El llamado de la anciana partió con eco de años, salió por la
ancha ventana de celosías de madera arrugada por el tiempo. Se repartió por la
calle empedrada, que brinca historia entre ladrillos y piedras puestas allí por
manos españolas; repiqueteó en mediodía pleno de sol; cruzó todos los espacios
y fue, finalmente, a romperle la atención de la niña que no podía detener su
ansiedad y admiración por el hombre que subía por la calle, presidiendo la
alegre caminata.
-Tá bien, abuela ya voy. ¡Es que también quiero
verlo..!
Había brillo igual al de sus ojos de india en
cada palabra salida de sus labios firmes, carnosos, tímidos sin embargo. Sus
manos arreglaron las dos crinejas tejidas con mucho anhelo y la florecita que,
puesta allí desde temprano, aunque marchita casi a la mitad del día, le
enmarcaba más la belleza de sus catorce años.
La anciana, mientras tanto, ponía en orden sus
recuerdos. En la cara se le veía el esfuerzo por hilvanarlos en perfecta
sucesión. “Porque son muchos”, diría más tarde al tratar de sacarlos todos
desde lo más profundo de su mente, porque unos estaban dispersos en la edad de
su tiempo, algunos se habían ido hacia el olvido y otros palpitantes aún se
mostraban felices en su corazón henchido de emociones.
La calle es de trompo y corneta y a cada paso
del hombre la ansiedad de las dos mujeres crecía. El “¡Allí viene! ¡Allí
viene!, ahora retumbaba en la voz de los niños. Eusebia los miraba con
autoridad porque ella se sentía dueña del primer grito y del eco. El
“Allí viene!¡Allí Viene”!, se convertía ahora para la abuela en vecindad
para el compromiso con la nieta, a la que la anciana había comenzado a contarle
una historia. Como si hubiese logrado atrapar, definitivamente, cada uno de los
recuerdos de aquella calle empinada.
En el trompo, como loco girando y cayendo de
modo perfecto al suelo habiéndose desenrollado en el aire la cabuya y el grito
de los muchachos ante la destreza del que lo lanzaba mejor, le recordó a la
anciana las tantas veces que fue a buscar al jovencito de 12 años, que se había
hecho campeón con el trompo y jugaba, orgulloso, en cualquier esquina del
pueblo, con el bolsillo del pantalón corto lleno de puyas y de lochas, monedas
que olían todavía a cajón de bodega; ganadas en la mayoría de las competencias
de trompos que se hacían los sábados ‘y domingos en Clarines.
Era regresar al tiempo de las cometas elevadas
por sobre los árboles de la plaza cerca, desafiando la torre de la Iglesia y
liberando la imaginación del muchacho en contraste con las cosas reales que
contaban los mayores, sentados en silletas de cuero viendo morir la tarde.
Voces gastadas, pero serenas, que hablaban de
cuando se habían ido recorriendo, triunfadores, media mitad de Venezuela tras
la Libertadora, desde el Oriente, hacia Caracas, para juntarse a los parameros
que igual caminaban la otra mitad, desde Los Andes, a la capital. Los hombres
hablaban de un país, el que entró al siglo XX, sumido en el atraso y de los
planteamientos que a los venezolanos de ese tiempo les formulaba, como tribuno
y parlamentario de punzante estilo marchaban a la capital, liderados por Carpiano
Castro y su segundo al mando Juan Vicente Gómez. Iban pertrechados de machetes
y máuser, (pólvora en la canana y pólvora en el corazón), detrás también de una
bandera que por Clarines pasó teñida de sangre y que lavaron en la casa grande
las manos frágiles de señoritas vestidas de anhelos.
Otra vez, calle arriba en fila, uno en uno,
cuaderno, lápiz y libro de caracteres gruesos hasta la escuela. Él era el más
inteligente, el preguntón, el organizador, el mejor participante y orador en
los actos patrióticos. Con una sonrisa la maestra recibía a los niños. Ella
nunca pudo ocultar la satisfacción de madre ni de maestra cuando el muchacho,
en el recreo, daba con voz firme sus largas peroratas que podían ser
sobre los héroes de la Independencia un día y otro relacionadas con los
poderes del sol y de la luna. Sus compañeros le escuchaban con atención. Él era
el hijo de Doña Angélica, destacándose en todo y a su alrededor escuchándole
atentamente los hijos de, los Chacín, de los Armas, de los, Cuacarán, de los
Perdomo, de los Porras, de los Bustillos, de los Requena, de los García, de
los Domínguez….
La calle empinada recorta ya la distancia entre
el hombre, la niña y la anciana que seguía rescatando fragmentos de su
particular historia. Como las hilvanadas cuando hubo el encuentro con Juan
Perdomo, hombre de barba gris, de historia y cuerpo lleno de cicatrices, unas
de Guasina, la isla de la mitad del río a donde fueron puros hombres;
otras de Sacupana, convertidas ahora en fiebres y calenturas permanentes,
porque a los huesos de Juan Perdomo más daño les hizo la mosca de alas azules
de peste que el hierro hirviente o el machete aplastado sobre sus costillas..
Uno podría observar en los rostros de los
hombres viejos la historia de La Resistencia que, con mucho orgullo habían
vivido. Ellos le esperaban al final de la calle, abriéndose en redondel al pie
de la escalerita para que el político subiera a la tarima y diese el mitin a su
gente, a sus paisanos, a sus amigos, a su familia. Uno podía ir, por entre sus
rostros, atrapando pedazos para juntarlos todos y entender las emociones
que reflejaban caras negras, caras blancas, caras de años, caras de esfuerzo,
caras de gente buena. Como para agregarlos a la historia que la anciana
–ventana adentro- encerrada en sus recuerdos, le iba contando a la niña
–ventana afuera- hacia la vida, aprisionando porvenir.
Los domingos, fiesta de guardar. Primero,
lavarse la cara con agua del Unare. Después, bordear el río. Rio de
antes, de cuando por allí navegaban los barcos hechos de bandera negra, fuerte.
Lo demás, soltar la imaginación cual si fueran amarras, sentarse a escuchar al
abuelo (espejuelos, montura de oro, chaquetón tela gris, de raya, camisas de
tela europea, reloj de leontina; una vez leída, página uno, dos, tres, del
libro coloreado que mostraba, también con dibujos en tinta negra, las más audaces
aventuras en los mares asiáticos, en las arenas de del Desierto del Sahara o en
inmensidades de la tierra blanca cubierta de algo que llamaban hielo. Después,
preguntar si todo ello era verdad: si era cierto que existían en la selva
diosas de mil brazos, tigres de Bengala, y en la mar, en Píritu, nadaban
ballenas cantando y delfines que bailaban.
El Unare, antes río no muy ancho, pero
suficiente para la navegación de piraguas y peñeros, era sitio agradable para
que en las tardes la gente fuera a sentarse a sus orillas y a comentar
los sucesos que llegaban de Barcelona indicando, por ejemplo, cómo marchaba la
república.
En la noche, otras reuniones. Para la gente
grande. Entonces los muchachos se iban, vela de sebo prendida para iluminar
pasillos de caserones fantasmas, y pegar bien la reja detrás de las paredes
para escuchar al abuelo contar de los tiempos aquellos en que él también se fue
detrás de un hombre a caballo y, años más tarde, regresar convertido en
general. Eran días duros, voces de mando. Caudillos. Héroes. Consignas.
Banderas. Ejércitos. Combates entre hombres e ideas que venían de lejos. Sobre
todo los que una madrugada acamparon en la iglesia, de las más lindas que los
españoles construyeron en el país, bajaron al pueblo y, rompieron el día con el
clarín de plata “para que los ciudadanos todos entiendan y se dispongan a
cumplir cada uno de nuestros decretos”.
Un día hablaron de Gómez, de un dictador, de un
país sumido, tiranizado. Pero las cosas se decían muy bajo, tanto que el
muchacho casi no podía descubrir, por el sonido, la voz del hombre que, en
plena sala -ahora plena de luz de la lámpara de carburo-, había abierto sobre
la mesa un fajo de periódicos y de proclamas. Pero estaba allí la gran foto del
hombre que había ganado una guerra, librada en Ciudad Bolívar, que, según
el forastero dijo, había acabado con todas y cada una de las guerras y guerritas
que a cada rato se daban en Venezuela.
Otro día el muchacho notó la ausencia. El
cuarto estaba cerrado. Olía a tristeza en la casa. Se vino a enterar al
mediodía regresando de la escuela y después de jugar trompo, que había sido
preso. el de los periódicos y llevado a Barcelona, Le pusieron grillos, porque
ese general de la Libertadora se había alzado contra el dictador a quien
apodaban “el bagre”. Otro hombre, otra tarde, desplegó sobre la mesa otro fajo
de periódicos. Allí estaba la noticia, pero no decía que el general
llevaba ocho años muriendose en “La Rotunda…
Ya el líder llegaba donde la anciana. Eusebia,
la niña, se arreglaba por última vez la crineja. La anciana recordaba en ese
instante de cuando la cometa se quedó enredada entre las tejas de la casa y de
cómo ella había hecho lo imposible para desenredarla Porque la cometa tenía
cola, de cola un fino pañuelo. De seda traída a Clarines desde lejos,
desembarcada en madrugada de contrabandistas en Puerto Píritu. Un pañuelo de
Doña Angélica, urgente de rescatar y así evitar reprimendas para ella y el
niño.
-¿De dónde venía el pañuelo, abuela?
-De Europa, Eusebia, de Europa. Pero eso te lo
cuento después. La anciana abrió los brazos para recibir los del hombre que, de
blanco, sudoroso por la larga caminata, investido como candidato a la
presidencia de la república, llegaba a su casa, en Clarines, donde había nacido
y la anciana, entonces una muchacha, había ayudado a Doña María, la madre, en
el parto de su hijo Jaime, que cubrió de besos sus arrugado rostro y con las
manos alisaba los blancos cabellos de la que seguía siendo ¡la “nana”.
-¡Ya te vi, mijo, ya te vi. Ahora descansaré
tranquila. Esperándote, el corazón me daba saltos como los de tu corazón sobre
mis pechos, cuando te cargaba chiquito por los corredores de esta casa.
Eusebia, hija, ¿ahora te vas a quedar callada? Habla, saluda, hija, saluda…