Mérida, Julio Domingo 13, 2025, 08:16 pm
Como no imaginé que la fila fuese tan larga, después
de seis horas y media esperando para registrar la VISA, estaba casi a punto de
desmayarme. No llevaba nada de comer ni tampoco había donde sentarse y el aire
se hacía tan espeso que era dificultoso respirar. Todos los olores rancios y
vahos chocantes entremezclados, los estornudos de un hombre con la nariz muy
roja, las tosecitas salpicadas de saliva de una mujer que bien podía ser
delgada por un cáncer de pulmón o por una tuberculosis y la casi harapienta
manera de vestir de la persona que me antecedía, era solo un desafío para los
duros de estómago.
De todos los confines y colores, en una escala de
graduaciones infinitas, los venezolanos nos destacábamos y reconocíamos. Tanto
por la alegría literalmente de tísico y paradójicamente del paraíso, que nos
caracteriza, hasta la ingenuidad a flor de piel de quien no termina de
percatarse de que lleva en la frente la marca de Caín. Los venezolanos solemos
reconocernos por una manera de desenvolvernos tan particular, que tal vez
estamos condenados a construir y reconstruir la historia a donde quiera que
vayamos.
El blanco me recordaba los obsequios del furioso Dios, cuando también con miel esperaba a los recién llegados a la Tierra Prometida. El negro cerrado de la noche evocaba al más profundo de los sueños. Sin embargo, entre estas dos tonalidades dicotómicas y aparentemente distantes, todas las posibilidades estaban entremezcladas, haciendo alarde del más puro carácter impuro que nos define a los mestizos. Portadores de linajes ancestrales, herencias inagotables e historias insólitas que se van transfigurando con el paso del tiempo, los que nos consideramos provenientes de todos los confines y de todas las razas, hacemos repetidos alardes de que en lo más profundo, ser de un lugar es como no ser de ninguna parte y quien tiene en su seno tanta mezcolanza étnica, también lleva en las manos las llaves para abrir todas las cerraduras.
Más o menos así iban mis pensamientos, en un arrebato acrobático condicionado por las horas de espera, tratando de abstraerme, entre sonrisas con dientes de perlas de las venezolanas, que con cada carcajada llevaban calidez a tan hoscos espacios, cuando finalmente un funcionario de la oficina de migraciones, sacado de la película de rigor de Charles Chaplin, me dijo con tono recio que estaban esperando por mí en la taquilla número 36.