Mérida, Julio Miércoles 16, 2025, 11:18 pm
Cuando mi mamá murió escribí un artículo personal
recordando un parte fundamental de ella: su pueblo. Este año, el Alcalde de
Tovar y el Concejo Municipal me invitaron a ser el orador de orden en el día de
la Virgen de Regla y me hicieron el honor de nombrarme Hijo Ilustre de Tovar,
distinción que recibí orgulloso en plena Plaza Bolívar, la misma que vi tantas
veces desde la ventana mientras leía los libros que marcaron mi vida.
Quería escribir una nota de agradecimiento y
compartir con ustedes una parte de mi discurso ese día, pero al releer lo que
escribí para mi viejita en su partida, me di cuenta que estas líneas siguen
reflejando exactamente lo que sentía y lo que siento, por lo que las vuelvo a
compartir aquí, para todos los tovareños y para todos los venezolanos que
tienen un pedacito de su país incrustado en el corazón, estén donde estén.
“No viví nunca
en Tovar, pero hay dos cosas que me relacionan a él por siempre. Los cuentos
que escuché desde niño (de los Vivas, los Troconis, los Burguera, los Mogollón,
los Rangel, los Useche, los Marquina, los Henríquez, los Pulido, los Consalvi,
los Durán, los Garay, entre muchos otros) y mis largas estadías en Tovar, a
donde me iba antes de despertarme el día siguiente de terminar las clases y
regresaba ese día horrible en el que las vacaciones terminaban, con los
lagrimones en los ojos y la canción “Pueblito Tovareño” retumbando en mi
cabeza.
Ahí estaba la ilusión de compartir con los míos. La
casa grande con Zaguán y Solar. La finca en la tierra llana. Mis tíos y mis
primos. Las batallas de fruta verada y la pesca con latas llenas de huecos en
la quebrada del jardín.
Solo había que serpentear por la carretera, entre
muros de piedra andina y espectaculares casitas con techos de tejas y llegar a
cualquier Páramo, corretear por los ríos, meterse en el molino de trigo o darse
un baño congelado en la Cascada para ser feliz.
El evento más importante del pueblo marcaba mi vida.
Las ferias de Tovar. La primera semana de septiembre comenzaba, camino al gran
día: el ocho de septiembre, día de la Virgen de Regla. La excitación era total.
De chiquito, lo máximo era ir a los aparatos eléctricos, tan cercanos a Disney
como el Aguardiente a la champaña Dom Perignon, pero por esa magia de la vida,
puedo retar a cualquiera de mis amigos, que haya tenido la dicha de nacer rico,
a que nos sometamos a una prueba de satisfacción en memoria y les aseguro que
los revuelco con mis idas, de la mano de mi mamá, a esa rueda de la luna
desguañangada, el carrusel de caballitos chuecos y los pinchos en los
chiringuitos de la feria, que deja pálido a los Piratas del Caribe y a la
Montaña Espacial.
Adolescente, los intereses cambian, y también el
deseo de probar. La primera fiesta en el Club Mocotíes, entrenado por mis
primas en el arte de bailar. El primer trago, la corrida de toros, el templete,
el primer amor, el primer beso y todo lo demás. Total, que importaba si al
final, el párroco de Tovar se tiraba una misa gigante, donde la gente llenaba
iglesia y plaza, en la que te daban la absolución plena de todos tus pecados, y
lo mejor, sin pasar por la confesión. Solo había que arrepentirse sinceramente.
Luego me enteré que las absoluciones masivas las prohibieron y además creo que
igual ninguna me funcionó, porque visto en retrospectiva, ni me arrepentí ni me
arrepiento.
Los años nos cambian, pero hay dos cosas que nunca
cambiarán. El profundo amor que siento por las cosas que me recuerdan a mi
vieja, Tovar a la cabeza, y una extraña pasión por los carritos chocones,
desarrollada en las ferias y que explica por qué, pese a la que pasa en
Venezuela, sigo la recomendación de Santa Teresa: nada me turba, nada me
espanta. Todo pasa.”
@luisvicenteleon