Mérida, Julio Miércoles 16, 2025, 11:28 pm

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El café de “El Viento” por ALIRIO PÉREZ LO PRESTI

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El café de “El Viento” por ALIRIO PÉREZ LO PRESTI


Muchas veces en lo que llevo de vida he tenido la percepción de que
las cosas buenas que me ocurren no me van a volver a pasar, como si lo
bueno solo pudiese ocurrir una vez y la imposibilidad de que se repita
estuviese siempre presente. Suele decir mi padre que existen trabajos de
mi autoría que llevan como esencia “un ramalazo metafórico”, lo cual
hace que el texto trascienda e invada emocional e intelectualmente a
quien se sienta familiarizado con él.

Esta es la historia de cómo probé el mejor café de mi vida. Eran
tiempos en los que a lomo de mula trabajaba como “médico rural” en
distintos lugares de la geografía nacional. En esa ocasión me tocaba ir
a pasar consulta en una aldea distante de la ciudad de Mérida llamada
“El Viento” (Guaimaral). En vista de que el arzobispo iba a celebrar
distintos actos religiosos como bautizos y bodas, la comunidad solicitó
mi presencia para que simultáneamente, mientras un grupo de personas
se ponía al día con el cumplimiento de los sacramentos, otro aprovechase
y fuera a “chequearse” con el médico que llegaba sobre “una bestia”.
Algunas garrapatas se incrustaron en mi espalda y la enfermera, con
amabilidad, me las sacó con pinza.

Luego de una larga jornada de trabajo, en la cual tratamos desde niños
con parasitosis hasta casos severos de patologías pulmonares, pasando
por rigurosos asesoramientos en materia de prevención de embarazos
no deseados, con indicación de anticonceptivos orales y colocación
de dispositivos intrauterinos (DIU), el dueño de la casa en donde nos
alojábamos me ofreció “un cafecito tinto”, me dijo que era de su propia
cosecha, que él mismo lo había tostado y molido, y que apreciaría con
generosidad si le decía con total sinceridad cómo me parecía la calidad
del café.

En un pocillo de peltre bellamente adornado, tomé sorbo a sorbo un
café como ninguno había probado antes. De buen cuerpo y profundo
aroma, mis papilas y mi prominente y útil nariz me daban la oportunidad
de disfrutar uno de los sabores más exquisitos que haya experimentado.
Era el mejor café del mundo. El café de “El Viento”.

Como la vida da vueltas, seguí trabajando en numerosos lugares y
viviendo situaciones inéditas a lo largo y ancho de Venezuela en carácter
de médico. Seguí tomando café en forma casi legendaria, pero, muy a
mi pesar, ninguno como el que una vez –y solo una– había probado en
aquellas hermosas tierras de los Andes.

Pues bien, se dieron las circunstancias de que el grupo de personas que
me había invitado a la localidad de “El Viento” (Guaimaral) lo hiciera por
segunda vez al año siguiente. Pero esa vez las condiciones eran diferentes.
Un día gris y frío hacía contraste con el soleado y cálido del año anterior.
Una tormenta eléctrica hizo su aparición luego de varios meses de sequía
y el arzobispo no nos acompañaba en esa ocasión, así que la afluencia de
pacientes era poca. Por las veredas corrían ríos de aguas que terminaban
creando pozos de barro en los que la mula patinaba a veces. 
Cuando llegué a “El Viento” volví a la casa de quienes me habían
invitado y dado posada. Había un chiquero con siete cerdos que
impregnaba el aire del ambiente. Imagino que la lluvia arreciaba la
pestilencia.

Igual hice mi trabajo y valoré niños con cuadros diarreicos y mujeres
embarazadas que no habían recibido control prenatal. Incluso, y junto
con la enfermera de la zona, pudimos practicar alguna cirugía menor.
Terminamos la faena y a pesar de que el número de personas no fue tan
nutrido, nos ufanamos del trabajo realizado. Era ya cerca de la hora de
cenar cuando el mismo hombre que me había ofrecido el mejor café que
había tomado en mi vida un año antes comenzó a darme multiplicidad
de razones por las cuales se había malogrado la cosecha de café... que
el verano había sido muy recio, que apenas hasta ese día era que había
llovido, que se vio forzado a comprar parte de la cosecha a un campesino
de un sembradío cercano y que ese año la cosecha de café no había sido
la misma. 
Igual me ofreció el café que tanto había elogiado el año anterior, pero
con la hediondez que despedían los cerdos y la misma taza de peltre, pero
mallugada por los golpes y los adornos casi borrados por el uso. Con un
aire denso de humedad y malos olores, probé por segunda vez el cafecito.

La insólita presencia de infinitud de aromas (olores que impregnaba
hasta el último rincón de mi nariz), que combinados estallaban en una
espléndida y contrastante armonía, el placer de volver a tomar por segunda
vez el mejor café del mundo me hizo olvidar que las circunstancias eran
distintas, o tal vez porque las circunstancias eran diferentes, me pareció
que esa vez el café era mejor que el primero, entonces caí en cuenta de
que estaba bebiendo el mejor café que había probado en mi vida. De
nuevo pensé en lo afortunado que era por experimentar esa vivencia.
Esa vez de manera mucho más relevante, pues era un placer repetido y,
por consiguiente, “mucho más placentero”.



@perezlopresti 




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