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El gato del papa emérito por Ricardo Gil Otaiza

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Por Ricardo Gil Otaiza



Una vez instalado en el Monasterio Mater Ecclesiae, Benedicto XVI, ahora papa emérito, cambió dramáticamente sus hábitos de vida. De ser el centro del mundo católico, con todo lo que esto implicaba para un pontífice tímido, intelectual, amante de los libros, del piano y de los gatos, pasó casi a la clandestinidad con rutina de eremita: dilataba sus horas entre la oración personal, la misa, sus paseos en los jardines vaticanos, la contemplación, así como en la atención a los amigos que iban a visitarlo, y ello le bastaba y le producía un placer enorme.

Mucho hizo Benedicto, hasta su renuncia a la silla de San Pedro, con tener qué vérselas (sin perder por entero la salud y la tranquilidad) con la maledicencia de algunos: los mentideros y corrillos, así como con los escándalos que tristemente lo salpicaron sin tener culpa alguna, y por haber confiado en quien (o quienes) no debió confiar. Esto le dolía (solo él lo sabía y sus más cercanos colaboradores), pero ya nada podía hacer frente a un mundo ganado a lo mediático y a sus oscuras “novedades”, muchas veces fabricadas en laboratorios de odio y de intereses prosaicos.

Desde la ventana de su habitación, Benedicto XVI podía ver los jardines vaticanos, extasiarse en su belleza, percibir el fresco aroma de las rosas, gardenias y tulipanes que, al batirlos el viento, impregnaban su habitación del olor de la infancia en la ya lejana Baviera, en el humilde hogar en el que forjó su pasión por la disciplina y el trabajo, así como una vocación que lo llevó a optar, al igual que su hermano Georg, a la vida religiosa.

Ya descargado de las obligaciones papales, Benedicto XVI, o simplemente Joseph, como le gustaba que lo llamaran desde su renuncia (o huida de los lobos como alguna vez dijera) ocurrida en el 2013, se hallaba en estado de plena apertura frente al mundo. Su curiosidad iba más allá de lo previsible, al interesarse por minúsculos detalles (para otros inadvertidos) como prestar atención al vuelo de las aves que llegaban hasta los inmensos jardines y, cuando nadie lo observaba (por lo menos eso creía), tomaba nota de aquello que le atraía para luego investigarlo con el apoyo de su fiel ayudante y secretario personal hasta el final, monseñor Georg Gänswein, quien, con amor filial, se daba a la tarea de internarse en la web y así satisfacer la curiosidad de su muy ilustre maestro.

Joseph jamás renunció a su pasión por los gatos, que, por razones obvias, no podía tener en el monasterio, pero jamás olvidó a Chico: el animal sin raza atigrado blanco y negro que tanto amó en sus días como cardenal en Alemania, y que vivió casi veinte años. No se supo nunca si por malas pasadas de la memoria, o de manera deliberada, comenzó a llamar con este mismo nombre a un gato callejero, que se colaba sin dificultad entre las verjas del jardín vaticano e iba a ronronear a sus pies, y que logró establecer con el ya anciano papa emérito una relación entrañable.

Cada mañana, cuando Benedicto XVI daba con suma lentitud su acostumbrado paseo por los jardines, luego de la misa y del frugal desayuno, iba al encuentro de Chico que, ya confianzudo al extremo (y conocedor de la debilidad de su protector), de un salto se ponía en su regazo y no pocas veces dejó en su traje talar las indefectibles huellas del recorrido gatuno. El papa emérito lo dejaba sobre sus piernas y mientras conversaba con su ayudante acerca de temas teológicos, filosóficos o triviales, se daba a la tarea de acariciarlo suavemente hasta que el animal cerraba complacido los ojos y se entregaba por entero al placer del cariño.

No contento Chico con las prolongadas cabeceadas en los jardines sobre las piernas de su viejo amigo, pronto descubrió la entrada a su dormitorio y sin miramientos se lanzaba sobre la frazada o se montaba en el escritorio, en donde el papa emérito corregía con enorme dificultad (al estar ciego de un ojo) las galeradas de una obra pendiente, que solía afirmar que era su última entrega a los arduos rigores de la imprenta.

Por supuesto, al llegar monseñor Georg Gänswein a media mañana para su habitual jornada de trabajo, con su maletín cargado de papeles y las gafas colgándole del cuello, sacaba con estruendo al gato de la habitación, pero con la protesta de Benedicto, quien alegaba, con la fina voz ya apagada por los tantos años vividos, que el gatito no le hacía mal a nadie y que era su compañía. Chico lo miraba desde la puerta con los ojos lacrimosos y se marchaba, no sin pesar, a los jardines vaticanos, a la espera de un nuevo día.

Benedicto se fue consumiendo lentamente, su respiración se escuchaba fatigada. El personal del monasterio redobló los cuidados, sobre todo de parte de las monjas benedictinas de la Abadía de Santa Escolástica de Argentina, designadas por el papa Francisco para que lo atendieran hasta el final. Las atenciones debían redoblarse al acercarse las fiestas de fin de año, que tanto afectaban su estado de ánimo, ya que traían a su mente los lejanos días en su Baviera natal.

El 31 de diciembre de 2022, a las 9 y 34 de la mañana, falleció en su cama el papa emérito Benedicto XVI a causa de un shock cardiogénico, estaba rodeado del personal del monasterio (las cuatro monjas) y de su secretario. A esa misma hora, Chico fue encontrado muerto en los jardines del Vaticano, sobre la silla en la que se echaba con su viejo amigo cada mañana. El jardinero conmovido dio el parte a una de las monjas, y esta se puso a llorar con desconsuelo. El hombre no entendió en ese instante la reacción de la hermana, pero los demás jamás comprenderemos el porqué de tal coincidencia.

rigilo99@gmail.com




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