Mérida, Mayo Miércoles 01, 2024, 06:03 pm
No todos los escritores pueden echar mano del erotismo en sus páginas
sin caer en el lodazal de la pornografía, y es lógico que así suceda,
los límites entre lo literario y lo libertino suelen desintegrarse
cuando se trata del juego amoroso en la pareja, y ello responde a una
fuerza atávica, que nos mueve y vapulea la historia de la humanidad,
somos seres eróticos en nuestra constitución: miradas, gestos y palabras
bastan para que se encienda el fuego en nuestro interior, y en el
intercambio de la seducción todo es admisible, incluso aquello que entra
en el terreno de lo pecaminoso, y nos dejamos llevar y arrastrar como
piedras por el cauce de un río, y es imposible frenar este destino, ya
que todos estos mecanismos se han dado con inaudita sincronía generación
tras generación, los llevamos en los genes, nuestra sangre hierve al
calor de la pasión y nada podrá evitar este desafío.
Pues bien,
la literatura no escapa al juego de la seducción, es más, desde sus
páginas podemos atisbar los escarceos amorosos, y las parejas se
entregan, se buscan con afán, se abrazan en la cópula, y déjenme
decirles que no es nada fácil hacerlo, porque no se trata de mostrar lo
meramente genital y carnal, nada de eso, la página deberá estar
impregnada de magia, de ese halo grandioso que nos lleva por los
intrincados caminos del encuentro y el erotismo, y este último es
lenguaje y es arte, con razón Octavio Paz en su libro La llama doble. Amor y erotismo
lo expresa con belleza y eficacia: “La relación entre erotismo y poesía
es tal que puede decirse, sin afectación, que el primero es una poética
corporal y que la segunda es una erótica verbal”.
Desde siempre
el erotismo ha estado presente en la literatura, y lo ha hecho de manera
solapada y también explícita, no en balde el género epistolar, tan
cercano a las generaciones anteriores, y casi a punto de extinción entre
nosotros, fue el vínculo perfecto entre la erótica de la poesía y la
pasión amorosa. Y quienes hemos escrito cartas de amor lo sabemos: en
ellas están contenidas nuestras más profundas ansias y gracias a ellas
nos transmutamos en poetas, y le cantamos al amor con versos mejores o
peores, eso ya no importa, pero siempre apuntando al alma de las
emociones, en donde anida la erótica expresada a través del lenguaje
corporal, azuzado, qué duda cabe, por la efervescencia hormonal, pero
además como expresión de lo sublime; casi de lo sacro.
No nos
olvidemos de la poética de Sor Juana Inés de la Cruz, y de otros
místicos, quienes se desdoblaron en su múltiple cualidad espiritual,
intelectual, erótica y carnal, de la que ningún ser humano en este mundo
escapa y que nos ha llevado desde el inicio de los tiempos a echar el
todo por el todo, a conjugarnos con nuestra esencia genérica, a dejar de
lado la unicidad plana en el anhelo de la dualidad y la multiplicidad
también.
Cuando leemos las cartas amorosas cruzadas entre Manuela
Sáenz y Simón Bolívar, por ejemplo, caemos rendidos a sus pies: nos
entregamos con ellos a la pasión, al deleite de la seducción, dibujamos
en nuestra mente el erotismo rayano en ideal y el anhelo trocado en
sublimación de los sentidos. Leamos: “Mi adorada Manuelita: ¡vale más un
grano de cebada que un hombre ansioso en espera del amor! Porque este
es un derecho de nostalgia. ¡Yo que me jacto de tranquilo, estoy en
penumbras de mi desasosiego! No, sólo pienso en ti, nada más que en ti y
en todo lo que tienen de deliciosas tus formas” (sic). (La Paz,
29-09-1825)
La poesía y la novela han sido desde siempre dos
géneros prestados a la erótica: el primero por la sustancialidad y la
brevedad, que llega sin muchos preámbulos al centro y a lo medular, y el
segundo precisamente por ser el opuesto: dispersión, juego y extensión,
y en ambos hay, qué duda cabe, obras maestras, recuerdo sin más, a
nuestro querido Denzil Romero y su novela La esposa del Dr. Thorne,
en donde relata de manera abierta y descarnada los amores entre el
Libertador y Manuela, por cierto, Premio La Sonrisa Vertical de España, y
que le valió al autor que lo declararan persona non grata en el
Ecuador, y me llega a la memoria también la pequeña y exquisita novela
de Mario Vargas Llosa, Elogio de la madrastra, hoy olvidada, en
la que aparecen tres personajes que han sido reiterativos en casi toda
su novelística, me refiero a Don Rigoberto, a Doña Lucrecia y a
Fonchito, y en este pequeño libro se muestran condensados e imbricados
al extremo: Fonchito, el hermoso niño cuya estampa luce angelical, como
salida de un cuadro renacentista, seduce a la esposa de su padre, y ella
cae en su perverso juego y termina derrotada.
Y… ¿cómo olvidarnos de La muerte en Venecia de
Thomas Mann, en la que un viejo escritor que camina hacia la muerte
queda prendado de la belleza y del candor de Tadzio, y entre ambos, sin
saberlo, se establece una suerte de flirteo, de juego erótico en las
sombras, en el que se mecen de manera magistral la juventud y la vida,
la vejez y el fin de la existencia? ¡Imposible!
La literatura
universal tiene un alto componente de erotismo, es inaudito disociarlos,
y no precisamente porque azuce el morbo, o los bajos instintos, o las
ventas supernumerarias (el sexo vende), sino porque el erotismo es
intrínseco a la naturaleza humana, y aquella busca con afán retratarla,
ser su espejo, caminar de su mano por las sendas de la vida.
rigilo99@gmail.com