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Erotismo y literatura por Ricardo Gil Otaiza

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Erotismo y literatura por Ricardo Gil Otaiza


No todos los escritores pueden echar mano del erotismo en sus páginas sin caer en el lodazal de la pornografía, y es lógico que así suceda, los límites entre lo literario y lo libertino suelen desintegrarse cuando se trata del juego amoroso en la pareja, y ello responde a una fuerza atávica, que nos mueve y vapulea la historia de la humanidad, somos seres eróticos en nuestra constitución: miradas, gestos y palabras bastan para que se encienda el fuego en nuestro interior, y en el intercambio de la seducción todo es admisible, incluso aquello que entra en el terreno de lo pecaminoso, y nos dejamos llevar y arrastrar como piedras por el cauce de un río, y es imposible frenar este destino, ya que todos estos mecanismos se han dado con inaudita sincronía generación tras generación, los llevamos en los genes, nuestra sangre hierve al calor de la pasión y nada podrá evitar este desafío.

Pues bien, la literatura no escapa al juego de la seducción, es más, desde sus páginas podemos atisbar los escarceos amorosos, y las parejas se entregan, se buscan con afán, se abrazan en la cópula, y déjenme decirles que no es nada fácil hacerlo, porque no se trata de mostrar lo meramente genital y carnal, nada de eso, la página deberá estar impregnada de magia, de ese halo grandioso que nos lleva por los intrincados caminos del encuentro y el erotismo, y este último es lenguaje y es arte, con razón Octavio Paz en su libro La llama doble. Amor y erotismo lo expresa con belleza y eficacia: “La relación entre erotismo y poesía es tal que puede decirse, sin afectación, que el primero es una poética corporal y que la segunda es una erótica verbal”.

Desde siempre el erotismo ha estado presente en la literatura, y lo ha hecho de manera solapada y también explícita, no en balde el género epistolar, tan cercano a las generaciones anteriores, y casi a punto de extinción entre nosotros, fue el vínculo perfecto entre la erótica de la poesía y la pasión amorosa. Y quienes hemos escrito cartas de amor lo sabemos: en ellas están contenidas nuestras más profundas ansias y gracias a ellas nos transmutamos en poetas, y le cantamos al amor con versos mejores o peores, eso ya no importa, pero siempre apuntando al alma de las emociones, en donde anida la erótica expresada a través del lenguaje corporal, azuzado, qué duda cabe, por la efervescencia hormonal, pero además como expresión de lo sublime; casi de lo sacro.

No nos olvidemos de la poética de Sor Juana Inés de la Cruz, y de otros místicos, quienes se desdoblaron en su múltiple cualidad espiritual, intelectual, erótica y carnal, de la que ningún ser humano en este mundo escapa y que nos ha llevado desde el inicio de los tiempos a echar el todo por el todo, a conjugarnos con nuestra esencia genérica, a dejar de lado la unicidad plana en el anhelo de la dualidad y la multiplicidad también.

Cuando leemos las cartas amorosas cruzadas entre Manuela Sáenz y Simón Bolívar, por ejemplo, caemos rendidos a sus pies: nos entregamos con ellos a la pasión, al deleite de la seducción, dibujamos en nuestra mente el erotismo rayano en ideal y el anhelo trocado en sublimación de los sentidos. Leamos: “Mi adorada Manuelita: ¡vale más un grano de cebada que un hombre ansioso en espera del amor! Porque este es un derecho de nostalgia. ¡Yo que me jacto de tranquilo, estoy en penumbras de mi desasosiego! No, sólo pienso en ti, nada más que en ti y en todo lo que tienen de deliciosas tus formas” (sic). (La Paz, 29-09-1825)

La poesía y la novela han sido desde siempre dos géneros prestados a la erótica: el primero por la sustancialidad y la brevedad, que llega sin muchos preámbulos al centro y a lo medular, y el segundo precisamente por ser el opuesto: dispersión, juego y extensión, y en ambos hay, qué duda cabe, obras maestras, recuerdo sin más, a nuestro querido Denzil Romero y su novela La esposa del Dr. Thorne, en donde relata de manera abierta y descarnada los amores entre el Libertador y Manuela, por cierto, Premio La Sonrisa Vertical de España, y que le valió al autor que lo declararan persona non grata en el Ecuador, y me llega a la memoria también la pequeña y exquisita novela de Mario Vargas Llosa, Elogio de la madrastra, hoy olvidada, en la que aparecen tres personajes que han sido reiterativos en casi toda su novelística, me refiero a Don Rigoberto, a Doña Lucrecia y a Fonchito, y en este pequeño libro se muestran condensados e imbricados al extremo: Fonchito, el hermoso niño cuya estampa luce angelical, como salida de un cuadro renacentista, seduce a la esposa de su padre, y ella cae en su perverso juego y termina derrotada.

Y… ¿cómo olvidarnos de La muerte en Venecia de Thomas Mann, en la que un viejo escritor que camina hacia la muerte queda prendado de la belleza y del candor de Tadzio, y entre ambos, sin saberlo, se establece una suerte de flirteo, de juego erótico en las sombras, en el que se mecen de manera magistral la juventud y la vida, la vejez y el fin de la existencia? ¡Imposible!

La literatura universal tiene un alto componente de erotismo, es inaudito disociarlos, y no precisamente porque azuce el morbo, o los bajos instintos, o las ventas supernumerarias (el sexo vende), sino porque el erotismo es intrínseco a la naturaleza humana, y aquella busca con afán retratarla, ser su espejo, caminar de su mano por las sendas de la vida.

rigilo99@gmail.com                                        





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