Mérida, Mayo Miércoles 21, 2025, 05:31 pm
ANTONIO LUCAS / ZABALA DE SERNA
Fotos: José Aymá
Jerez de la Frontera
Diario EL MUNDO de Madrid
"Yo le prometí a mi padre,
cuando estaba agonizando, que nunca más iba a tener miedo. Pero tengo miedo.
Miedo a la muerte. Soy un cobarde". Rafael de Paula es un torero
legendario con un aura de penumbras fastuosas. Uno de los dos grandes mitos
vivos de la tauromaquia. Gitano de Jerez de la Frontera. 80 años de existencia
y 60 de alternativa. Que tomó en Ronda con Julio Aparicio de padrino y Antonio
Ordóñez por testigo un 9 de septiembre. Esa tarde alumbró su mito.
A Rafael de Paula se le adivina
el agua oscura que le corre en las muñecas, como escribe Felipe Benítez Reyes.
Su diferencia abisal es la capacidad de extraer belleza de lo frágil. Su razón
taurina es, en verdad, la sinrazón del sentimiento, la esencia del instante que
se convierte en eterno por irrepetible, por intraducible, por enfurecido,
barroco, inédito. Sin ser contradicción es lo contrario a todo.
Su aristocracia está en su raza,
en su carácter irregular. Es lo que otros llaman inspiración. Convoca para la entrevista
en el Hotel Jerez. "Ésta puede que sea la definitiva", advierte. A la
hora convenida, un imprevisto retrasa la cita: "Me ha fallado el
chófer". Media hora después, Rafael de Paula, de guayabera celeste y el
pantalón marino, irrumpe en el jardín del hotel apoyado en un bastón alto, con
zapatos de ante rojo color amapola, un rojo indefinible. Trae el paso lento y
dudoso, la barba de tres días, el pelo racheado de canas bajo una gorra de
visera, la espalda quebrada por una fisura en tres vértebras. "Estoy hecho
una alcayata", dice. Los ojos siguen condenando lo que ve y el cobre de la
piel se ha cuarteado con la edad. Como su voz rasgada. Como si tuviera en la
garganta un alambre de verónicas amargas.
Una primera copa de amontillao,
el primer ducados de cien y se lanza a la conversación bajo la sombra que da
una pérgola. Niega el toreo como una ciencia exacta. Habla también con las
manos en ayudados por alto y a veces mece lances por bajo. En cada expresión
hay un bronce. Hay días que viaja sobre el iceberg de una tristeza sin remite.
Para Rafael de Paula -tan gitano, tan flamenco- no existe el júbilo fácil. Lo
suyo viene dictado de algún recodo conmovido que le impulsa por dentro, como un
muelle que nunca sabes dónde va a saltar. Esa irritante inestabilidad es, sobre
todo, el arte. No es un torero de multitudes, sino de instantes. Capaz de hacer
de un par de segundos un exvoto de tiempo ya para siempre fijado.
- Usted arranca en el toreo
con la bendición de Juan Belmonte.
Así es. Por eso los momentos más
felices de mi vida fueron mis días de novillero, cuando conocí a don Juan. Aún
no lo había tratado personalmente cuando me enteré de que su hermana había
fallecido y decidí ir al entierro. Fui con el único pantalón que tenía, unas
alpargatas y una chaqueta de espiguilla que me había dejado un amigo del
colegio, rota por el sobaco. Él iba en primera fila con un traje gris marengo
impecable, la camisa blanca y la corbata negra. A mí me daba vergüenza que me
viesen con esa ropa y estuve en la comitiva muy retraído, como escondiéndome de
la gente... Pero ya verán por qué Belmonte era un ser especial: tiempo después
de aquello, Bernardo Muñoz, Carnicerito de Málaga [quien luego sería su
suegro], me citó una mañana para ir al campo y me avisó de que cogiese capote y
muleta. A la hora convenida llegó un coche a la puerta de mi casa y en él iban
Bernardo y Pepe Belmonte, el hermano de don Juan. Yo no sabía a dónde íbamos
exactamente y después de un rato llegamos a Gómez Cardeña, la finca del
maestro. Pepe entró al salón, yo le seguía, y allí estaba el Pasmo de Triana
con un traje de corto. Le dijo: "Juan, aquí traigo a un chiquillo que
tienes que conocer". Y Belmonte, con su tartamudeo, respondió:
"Ya-ya-ya lo conozco. Lo-lo-lo vi en el entierro y creía que era un
bailarín". ¡Ese hombre, en aquella situación y con tanta gente alrededor,
se había fijado en mí! Eso es bonito. La verdad es que yo tenía cuerpo de
torero, muy buenas hechuras. Era muy entipao, sin vanidad. Además, mi forma de
andar metiendo la puntera del pie pa' dentro me daba un paso distinto. Juan
Belmonte se dio cuenta y desde ese día me invitó con frecuencia a Gómez
Cardeña, donde algunas veces me echaba hasta seis vacas para mí solo. Y quiso
que la novillada de mi presentación fuera suya.
- ¿Le sugería alguna cosa
cuando lo veía torear?
Nunca. Eso nunca. Él se sentaba
en su palquito de la plaza de tientas y allí observaba en soledad lo que
hacíamos con las vacas. Siempre en silencio. Un día su hermano me dijo que me
vistiese de corto y me dio un traje que había pertenecido a Manolete. Hasta lo
arreglaron para mí. Era una mañana de abril muy bonita en la que Belmonte
celebraba algo, no recuerdo qué. También estaban en la finca José María de
Cossío, el escultor Sebastián Miranda, la rejoneadora Conchita Citrón, su
marido y un ex presidente de la República del Perú... Mucha gente. Cuando la
cosa empezó y soltaron la primera vaca, yo me quedé en un burladero con la
muleta montada esperando a que saliese alguien. Pero resulta que aquello lo
había organizado don Juan para mí. Así que me pongo a torear con la muleta en
la mano izquierda y en eso escucho la voz de Belmonte a lo lejos diciéndole a
alguien: "Mira cómo le pega el natural y lo liga con el pase de
pecho". Cuando oí eso yo me comía la cal de la tapia a bocaos de la
emoción. ¡Le estaba gustando!
- Entonces su referente
primero es Juan Belmonte
Vamos a ver, que esto requiere
ser precisos. Belmonte es el primer revolucionario del toreo del siglo XX. Y lo
es basado en tres conceptos: la pureza, la hondura y el sentimiento. El suyo es
un torero de citar a medio pecho, cargando la suerte... Eso es clasicismo. Y
además aporta al toreo algo esencial: el temple. Hasta que él no lo trajo el
temple no existía en el toreo. El temple, no la quietud, que son cosas
distintas. A ver si lo vamos a malentender. Apunte. Belmonte viene
revolucionando en toreo, pero deja un solo cabo por atar, que es el toreo en
redondo. Y es extraño que en su reaparición del 34 no lo haga. Paula, o sea yo,
heredero de esa forma de torear, sí lo hace, rematando el toreo del Pasmo de
Triana. Esto no se ha dicho nunca.
- ¿Qué ve Belmonte de él en
sus maneras?
No lo sé. Yo no le vi torear, en
cine hay muy poca cosa suya. Lo que más sé es por foto. Miren, cuando una madre
le da el pecho a su criatura la mece después para que se quede dormida. Pues
así manejaba Belmonte el capote. Mece el toreo, como la madre al niño. Y ahí es
cuando el toreo se hace realidad. ¿Ustedes se han fijado en la cara de
Belmonte? Eso es algo impresionante. Con un color verde oliva único. Y cómo se
transformaba delante del toro. Mi dios profesional es Belmonte.
- Tomó la alternativa en
Ronda, el 9 de septiembre de 1960, pero tardó 14 años en confirmar.
No tenía prisa. En ese tiempo me
llamaban de muchas ferias en el sur y también estuve en Latinoamérica. Solía
torear 10 ó 15 corridas al año, no más, pero cuando llegaba la oportunidad de
confirmar en Madrid sabía que era para echarme a los leones. Por eso no la
aceptaba. Hasta que me llamaron para una corrida de Osborne con José Luis
Galloso de padrino y Julio Robles de testigo. Y ésa sí.
- ¿Qué recuerda de aquella
tarde?
El pedazo de quite que le hice a
un toro de Julio Robles. Fue tremendo. El cuñado del maestro Domingo Ortega, el
escritor Pepe Alameda, publicó la crónica de aquella tarde con un título
espectacular: El quite que dio la vuelta al mundo. Tiempo después me contactó
un joven periodista que había sido amigo de Julio Robles, que en paz descanse,
y me comentó que aquel quite fue para él un dolor. Aquel toro suyo funcionó muy
bien con el capote, pero en la muleta desapareció. También recuerdo la crónica
del director de la revista El Ruedo, Antonio Abad Ojuel: Ha nacido un partido,
el paulismo. Eso sucedió el día de mi confirmación.
- Y ese mismo año de 1974 llega
la apoteosis de Vista Alegre, donde comparte cartel con Antonio Bienvenida y
Curro Romero.
Sólo se hablaba de mí después de
aquello. Me llevé todos los premios. Toreé de maravilla. Pero ese capote negro
de Bienvenida, que fue de Joselito, era mío...
- ¿Cuál sería su trío de ases?
Pues se lo voy a decir. Los tres
que mejor han toreado desde que el toreo existe, por orden de antigüedad, son:
Juan Belmonte, capote y muleta. Antonio Ordóñez, capote y muleta. Lo cito
aunque haya sido mi enemigo e hiciera tanto por quitarme de en medio. Y después
yo, capote y muleta. Eso es lo que hay.
- ¿Nadie más?
¿Les parece poco?... ¿Saben lo
que me molesta mucho?
- Usted dirá.
Los encasillamientos. A mí me han
encasillado con lo de torero de capote. ¡Y con la muleta! ¡Con-la-mu-le-ta! Yo
soy el que mejor ha toreado de todos los tiempos. Yo. Sí, yo. Aunque tenga un
currículum pobre, soy un torero para la historia. Ya he enumerado a los que
creo que han toreado mejor y yo estoy entre ellos.
- Pertenece a una estirpe de toreros
difícil de repetir.
Usted dice difícil, yo digo
imposible. El toreo ahora ha cambiado mucho y a mal.
- Hacia dónde.
Hacia ningún lugar. La seriedad
que había entonces ya no se ve. Desde crío sabía que para destacar había que
ser diferente. Y ésa era mi batalla, entre otras. Ser diferente. Así gané al
maestro Antonio Ordóñez, al que por otro lado admiraba a pesar de ser un hombre
complicado y veleta. Por la mañana era tu padre, tu madre, tu hermano, tu
abuela, y por la noche no quería ni verte. Humanamente era un ser muy difícil,
aunque extraordinario como torero. Sólo como torero.
En verdad, mi condena fue un traumatólogo de Sevilla que no sabía
operar rodillas y me destrozó la vida en 1971
- ¿Cómo se lleva con su
leyenda?
Hombre... A ver... Mi leyenda...
Yo me realizo toreando con profundidad, con hondura. Me siento hondo. Me siento
cuando me pongo a compás. Y soy consciente de lo que he sido en el toreo. A los
15 ó 16 años yo no sabía quién era Manolete ni había visto en mi vida una vaca.
Menos aún una corrida de toros. Pero en dos años, con 18, ya estaba debutando
con picadores... Cada uno es como es. Sé que soy un torero de época, pero mis
condiciones físicas me han condicionado totalmente.
- Las rodillas han sido su
condena.
En verdad, mi condena fue un
traumatólogo de Sevilla que no sabía operar rodillas y me destrozó la vida en
1971, cuando fue la primera intervención. Llevo 10 operaciones en las rodillas,
cinco en cada una. Si no fuese por esa desgracia, podría haber sido aún mucho
más. Ese hombre fue un irresponsable. Su especialidad era la cadera y se metió
a hurgarme en las rodillas. Por tanto, tengo claro lo que he sido. Aunque no
puedo estar satisfecho... En esta profesión hay que hacer más, pero mis piernas
no me lo han permitido. Por una cosa o por otra se me ha escapado el tren.
- ¿Y las muñecas?
Tengo las mejores que ha dado el
toreo.
- ¿Para torear como usted lo
ha hecho hay que crujirse por dentro?
Sin duda. No puede ser de otro
modo. Pero el toreo también hay que pensarlo, aunque sea en décimas de
segundos. No sólo puede ser emoción, también requiere inteligencia.
- ¿Se considera un torero bien
entendido?
La mejor señal de que te
entienden es que cuando cuajo un buen toro, que echo el corazón por la boca y
me entrego con fatiguitas de muerte, siento que la gente llora. Eso es que te
han entendido. Ni oles, ni palmas, ni ná. El llanto, que es la única verdad
ante el arte auténtico.
- ¿Y al toreo de hoy qué le
pasa?
Pues que está pobre, vulgar. La
mayoría de los toreros de ahora no tiene noción del tiempo de las faenas. Hablo
de las figuras.
- Quiénes.
El peruano ese [Roca Rey], el
extremeño aquel [Talavante]. Todos, salvo algunas excepciones. Como Morante de
la Puebla, el único que sabe torear con el capote. Los demás dan capotás. Qué
aburrimiento de gente. ¡Aprendan los tiempos, señores! Además, fíjate cómo se
pone la montera el peruano, que parece que lleva un casco. ¡Venga ya! Me dan
pena estos toreros jóvenes que sacan de quicio.
El compás, que es algo muy gitano, es muy importante. No sólo en el
toreo, sino para ir por la vida
- ¿Ve peligro de extinción en
las corridas de toros?
Sí. Por la vulgaridad. Vulgaridad
en todo. Para empezar, cuando llaman fiesta al toreo. Qué cosas. Fiesta, dicen.
La fiesta está en las ferias, pero no en los toros. Tampoco son un espectáculo,
que es algo barato.
- Entonces, ¿cómo llamarlo?
Pues lo que es: un
acontecimiento. Ya lo advertía don José Ortega y Gasset, filósofo. Decía:
"Cuando llaman al toreo fiesta me hacen daño". Claro, porque eso es
de ignorantes. Y también decía que cuando las corridas de toros se acaben esto
ya no será España.
- Defínase como torero.
Soy el arte del toreo... Pero que
no me llamen artista. Eso es para los pintores, para los músicos, para los
magos... El torero sólo es posible en un hombre o en una mujer de arte. Y yo lo
soy de los pies a la cabeza. A mí me gusta el arte, no el artisteo. Y el arte a
veces da seres superiores. Pienso en José Bergamín, en Ramón Gaya, en Fernanda
de Utrera...
- Qué mal encaje tiene ese concepto
suyo en un momento como éste.
Lo sé. Pasa igual con el
flamenco. Cuando la gente dice flamenquito lo está degradando. El flamenco
también es un arte superior y no es patrimonio de los gitanos. Hay cantaores
gachós como don Antonio Chacón o Pepe Marchena, que tienen voces laínas
maravillosas. Un cantaor gitano que sepa cantar, nada más que entonándose ya
demuestra que es gitano, como Agujetas, Terremoto, Tío Borrico... Pero no es
sólo cosa de gitanos.
- ¿Cuál es su palo?
Si es buen flamenco, todos. Pero
si tengo que elegir, la soleá.
- ¿Qué han aportado los
gitanos al toreo?
Miren, en 1981 estuve en México y
allí conocí a Cagancho, un gitano de Triana. Tampoco lo vi torear, pero en las fotos
se aprecia que fue un torero con arte. El compás, que es algo muy gitano, es
muy importante. Y no sólo en el toreo, sino para ir por la vida. El compás.
Aunque quien ha toreado mejor que todos fui yo, y seré yo y, además, nadie lo
podrá repetir. Los gitanos, excepto Cagancho y su primo Curro Puya, no tienen
buen concepto torero.
- Decía Bergamín: "Sólo
creo en un milagro, se llama Rafael de Paula".
Qué bueno era. Caminaba como un
pajarillo. Decía que hablaba con Jesús, el hijo de Dios. Yo eso no lo sé, pero
qué ser humano más excepcional.
- ¿La edad le ha hecho más
escéptico?
A lo mejor. Lo que tengo es
miedo.
- ¿A qué?
No me quiero morir. Y tampoco
tengo la fe que quisiera para aguantar el miedo.
- No suele hablar de
religión...
Tampoco me preguntan.
- ¿Cree en algo?
Creo en algo, pero no tengo fe.
No tengo la suficiente. Creo que después de la muerte no hay nada. Y eso me
asusta. Es que no soy valiente. No lo soy. Me acuerdo de mi padre y de mi
hermano José. Mi padre era un hombre muy valiente y cuando estaba agonizando,
con 69 años, le prometí que no iba a tener más miedo en la vida. Le decía:
"Padre, no voy a tener más miedo. Se lo prometo". Y le he
traicionado. [Llora desolado] Él era un hombre sin miedo a la muerte. Estuvo
agonizando seis días. Me pidió que lo sacara del hospital para morir en casa.
Era en 1968. Yo toreaba en Huelva y cuando terminó la corrida no llegué para
estar con él. Ya había muerto. Me porté mal con mi padre, que era tan bueno y
trabajador. No cumplí mi promesa. Soy un cobarde.
- ¿Qué le ilusiona?
Torear unas vaquitas en el campo,
pero no puedo. Qué más quisiera yo.
- ¿Cómo ha vivido esta
situación de pandemia y el confinamiento?
Pues encerrado en mi casa, como
tanta gente. Con inquietud. Pero la que me ha hecho mal es la televisión, dando
cada día noticias horrorosas. La vida ha cambiado mucho. La humanidad entera va
a salir muy distinta de lo que hasta ahora ha sido.
- ¿Concebiría torear a plaza
vacía, sólo con la televisión por testigo?
No, hombre, no. ¿Cómo voy a
vestirme de torero para el cemento? Eso es impensable. ¿Qué es una plaza de
toros vacía? Cemento, cemento, cemento.