1. Echo de menos a los verdaderos libreros: aquellos que sabían de
literatura, que conocían de autores y podían orientarnos con certeza en
nuestras compras. Pululan en las librerías de España vendedores de
libros, que a lo sumo les suenan los nombres de los clásicos, pero no
los conocen; son los mismos a los cuales tienes que deletrearles con
paciencia el nombre de Jorge Luis Borges, o de James Joyce, o de Thomas
Mann, o de Julio Cortázar, porque cuando los escriben en la pantalla se
equivocan y el sistema muestra “error”: son los mismos que no te miran a
la cara porque eres apenas un eslabón más en la larga cadena de
comercialización de los libros, que dicho sea de paso es rica y
poderosa, pero se sostiene con los best sellers; y “lo demás es
silencio”, como la única novela de Monterroso, que tampoco es novela ni
ensayo ni poesía, pero es todo eso y mucho más.
2. Y ganó
el Nobel de Literatura la autora Han Kang, surcoreana y desconocida para
muchos, y joven (por suerte), ya que casi siempre se lo otorgan a
escritores muy ancianos, a los que no les queda mucha vida para
disfrutar de la abrupta fama y de la fortuna que reciben, que suele
quedársela en buena medida los Estados con sus altos impuestos y las
agencias que los representan, cuyas negociaciones, por cierto, bien lo
justifican, porque a esas alturas la cuestión no es muy sencilla como
solemos creer, ya que se dirimen múltiples variables entre las cuales
observamos el género, las ideas y posturas ideológicas de los nominados,
los continentes y países de origen, y toda una caterva de elementos que
escapan a nuestro entendimiento y comprensión; como incomprensible fue
que no lo ganaran luminarias como Tolstói, Dostoyevski, Zola, Joyce,
Kafka, Borges, Reyes, Woolf, Fuentes, Marías y Auster, entre muchos
otros, y que mantengan en vilo a enormes escritores como Murakami y
Houellebecq, y así a un largo etcétera.
3. “Comprendo
muy bien el placer de la lectura, pero todavía no alcanzo a ver claro
el que pueda decirse de escribir”, lo expresa Monterroso en La letra e,
y a propósito he leído en las últimas semanas declaraciones de autores
prestigiosos y exitosos, que venden sus libros como pan caliente y
terminan afirmando cuestiones como “me cuesta escribir”, “no disfruto de
la tarea de escribir”, “me parece pesado escribir”, y otras cosas por
el estilo. Por supuesto, no es lo mismo leer que escribir: en el primer
“oficio” estamos distendidos, a la libre, internos en unas páginas que
nos entregan disfrute (aunque a veces nos topemos con auténticos
ladrillos que abandonamos a las primeras de cambio), pero escribir es un
“algo” que exige mucho de nosotros, que nos lleva por derroteros
insospechados y todo esto genera ansiedad y estrés. En lo personal puedo
afirmar que disfruto de la escritura, así como de la fase de corrección
de mis textos (reescritura), y me parece un auténtico milagro ver el
texto definitivo ante mí: iluminado en la pantalla, articulando ideas y
comunicando mi sentir, y el mayor gozo es cuando el texto (o libro) sale
publicado, porque hay la expectativa de lo que expresarán los lectores y
se instala entonces una suerte de cosquilla en el estómago, que me dice
que valió la pena el esfuerzo y el tiempo invertidos, porque guste o no
lo escrito: allí queda como una huella, como signo de vida, como un ave
ligera y fugaz que revolotea por el cielo sin importarle los ojos que
la miran.
4. Hay autores que me caen bien y otros no
tanto, y en esta percepción no importa si está vivo o se marchó al otro
mundo, y lo simpático de todo esto es que, a pesar de caerme mal
algunos, no dejo de leer sus obras y de disfrutar de ellas, porque al
fin y al cabo suelo separar ambas nociones y me interno en sus páginas
sin importarme el que sus personalidades y opiniones choquen con las
mías. Leo con enorme placer la obra de José Saramago, y considero
algunos de sus libros como obras maestras, pero él me caía mal como
persona: su arrogancia era sencillamente intragable y ni decir su
aquiescencia frente a regímenes oprobiosos y nefastos. Me fascinan
Monterroso y Borges, porque a pesar de ser ideológicamente opuestos
asumían la vida y sus circunstancias con enorme ironía y sentido del
humor, y sus obras se debaten entre la perfección estilística y la
hondura metafísica, que son, a mi entender, dos filones impagables en la
literatura.
5. “Pero ¿no es la incredulidad una forma maravillosa de libertad?”, se pregunta Manuel Vilas en El mejor libro del mundo,
y la interrogante me golpea profundamente, abre en mi cabeza
insospechados surcos, me deja temblando en la silla en donde me
encuentro degustando también de un café, y caigo en la cuenta de que es
cierto: no hay nada mejor que estar libres de equipaje en cuanto a
muchas cuestiones, sobre todo en lo religioso y también en lo político, y
así recuerdo la sabiduría de mi madre cuando afirmaba sentenciosa que
“no hay que creer ni dejar de creer”: y en ese abismo o hiato que se
abre entre ambas percepciones (complejas, por demás) se cuece la
existencia, y deja en nuestras manos la capacidad de discernir; de tomar
el camino que creamos conveniente; de no aferrarnos a lo que coarte en
nosotros la luz del entendimiento y la razón; de poder atisbar los
peligros que nos asechan y seguir adelante y victoriosos; de sopesar los
pros y los contras de cada circunstancia y tomar partido por aquello
que no signifique férreas ataduras que nos hagan menos libres. Es decir:
un “no creer ni dejar de creer” medido y juzgado en su justa dimensión
humana, que no nos cierre la perspectiva de lo insondable, pero que no
nos esclavice en aras de “causas” que muchas veces no son diáfanas ni
transparentes y nos sometan hasta hacer de nosotros seres alienados,
descerebrados, apegados a “la nada”, trasteando aquí y allá en medio de
las tinieblas de los tiempos, haciéndoles el juego a insospechados
factores de poder que se articulan y organizan movidos por lo
crematístico.