Años después leí Tiempos recios (que pretendió ser una continuación de La fiesta…), pero que no alcanzó ni su impacto ni su resonancia, y en mí no dejó mayor eco interior. Y ni se diga de Le dedico mi silencio, su última novela, que leí poco antes de marcharme de Venezuela, y que disfruté, claro que sí, pero no con el arrobo ni la exaltación estética y espiritual de los años anteriores, por carecer, ¿qué se le podía hacer?, de la fuerza y de la garra que caracterizaron las narraciones vargasllosianas. Como un maravilloso complemento al vacío de su última novela, pude acceder a comienzos de 2024 a un libro compilatorio de algunos de sus más relevantes cuentos, en Obra reunida. Narrativa breve, editado por Alfaguara (que estaba perdido en los intersticios de mi biblioteca y que hallé con sorpresa), y volví al disfrute esencial de su narrativa.
Leí al Vargas Llosa ensayista, y en este género también era un maestro. El primero que cayó en mis manos fue El pez en el agua (una especie de amalgama entre ensayo y autobiografía), que publicó como desquite a su intento fallido de hacerse con la presidencia del Perú, y que le devolvió al autor su vena literaria, perdida en los tejemanejes esperpénticos de la política, a la que jamás debió entrar. Le siguieron: La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary, La verdad de las mentiras (al que siempre regreso buscando el tono en mi propia escritura), La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, Cartas para un joven novelista, La tentación de la imposible. Víctor Hugo y los miserables, El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, La civilización del espectáculo, La llamada de la tribu, y Conversación en Princeton con Rubén Gallo (entrevista).
Leí al Vargas Llosa articulista de prensa: no perdía sus crónicas originalmente publicadas quincenalmente en El País de España (en su columna Piedra de toque), y que en Venezuela reproducía El Nacional. En ellas podía constatar, a veces con alegría y otras tantas con estupor, sus contradicciones: su ir y venir en el complejo tablero de la política, sus enormes aciertos como crítico y analista, pero también sus frecuentes metidas de pata al apoyar a personajes de la política, que a la postre se erigieron en autócratas y depredadores de la cosa pública. Su giro de la izquierda marxista leninista, que abrazó con fuerza en la juventud, a su postura de derecha liberal (rayana a veces en el más clásico conservadurismo), y que asumió en su madurez y ancianidad, le ganó detractores y enemigos, así como la pérdida paulatina de su credibilidad ideológica.
Me quedo con el Mario Vargas Llosa creador literario, articulador de fábulas, artífice del perfeccionismo de la lengua, que supo convertir en obra de arte sus vivencias y fantasmas, así como su trasiego existencial. Me quedo con el escritor (o escribidor como le gustaba decir) que ubicó en la más empinada cumbre de las letras universales, el mundo de la esquilmada y vapuleada América Latina, que no termina de emerger de sus propias cenizas, como aspiraba, con justicia, este entrañable e ilustre hijo de la república del Perú.
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