Emergió de la oscuridad por Ricardo Gil Otaiza
Al caer la tarde, el padre y el hijo iban por una amplia avenida en la vieja camioneta Chevrolet, azul cielo, con rumbo al sur de la ciudad. Llevaban parte de la arena que sería utilizada en unas ampliaciones que el padre había dispuesto en la casa que pronto estrenarían. La entrega era perentoria, porque al día siguiente, y muy temprano, el maestro contratado estaría con los obreros en la obra para continuar con los trabajos que estaban a término.
El cielo estaba despejado, pero, con todo y eso, de improviso comenzó a caer un aguacero y todo se trastocó. El padre, ducho en el manejo, redujo la velocidad ya que la visibilidad estaba comprometida, pero de nada valió.
De pronto, un fuerte estallido lo obligó a irse hacia la cuneta para no perder el control: volanteando aquí y allá pudo estabilizar la camioneta, y la detuvo en una zona de poca visibilidad para los vehículos que pasaban. Se bajaron para constatar, no sin pesadumbre, que uno de los neumáticos (el más gastado de los cuatro) había estallado a causa de la enorme presión que soportaba debido al peso.
La aventura llegaba hasta allí. Para ahorrar espacio en la tolva el padre había sacado el neumático de repuesto y ahora no tenía cómo cambiarlo, ni tampoco la posibilidad de llamar a alguien para solicitar ayuda. No se avistaba ninguna caseta telefónica cerca del lugar, ni el padre llevaba dinero en el bolsillo para detener un taxi y así volver a casa.
Solo quedaba esperar, clamar ayuda al cielo y armarse de paciencia frente a una circunstancia que lucía desalentadora.
Lentamente, la lluvia cesó, mientras se instalaba la noche y el tenue haz de una luminaria pública tocaba de soslayo el centro de la escena.
El padre, presa del desconcierto, se recriminaba una y otra vez por su estupidez: le daba golpes al volante para desahogar su impotencia, al tiempo que elevaba los ojos suplicantes al insondable infinito, como quien espera un imposible milagro en medio de una de las noches más oscuras de su vida.
El hijo, inmutable y pensativo, miraba a su padre con afección, como si poniéndose en su endurecida piel (a causa de tanto trabajo y de los muchos soles recibidos en su accidentada vida), pudiera entender lo que a sus 16 años era casi incomprensible: las formas y ropajes de la tragedia humana.
Una hora después, la noche se había instalado en sus claroscuros y destellos de luna, y, con un mejor ánimo, el padre y el hijo se pararon frente a la camioneta en un —quizá— vano intento por llamar la atención de los conductores que, a altas velocidades, pasaban a su lado y se perdían en la negritud.
De pronto, emergió de la oscuridad un coche que subía por el otro canal de la avenida, y el conductor se quedó mirándolos y les hizo señales con las manos, al tiempo que se internaba en la urbanización vecina. Hizo un giro inesperado y se estacionó cerca de ellos.
- ¿Qué le pasó, maestro? —preguntó al padre.
- Venimos cargados con arena y se reventó un neumático. No traemos repuesto —respondió con cierta cautela.
- A ver… —dijo el otro, al tiempo que se asomó para mirar de cerca el neumático y el rin. Y agregó: —creo que puedo echarles una mano.
Dicho esto, el desconocido fue hasta el maletero de su coche y con poco esfuerzo sacó un neumático ya montado en su rin y lo puso sobre la acera. Verificó de nuevo, y comprobó que era el mismo de la camioneta.
Cuando el padre lo fue a levantar para montarlo, el hombre le dijo que no se preocupara, que él mismo lo haría. Y sin demora, sacó el gato hidráulico de su coche y con destreza subió la camioneta, desmontó el neumático reventado y montó el suyo. En cuestión de pocos minutos la camioneta estaba lista para proseguir su viaje.
El padre y el hijo estaban en silencio, no podían creer lo que presenciaban. Cuando todo estuvo en su sitio, el padre le dijo al hombre que no llevaba dinero encima, pero que tomara nota del número telefónico de su casa y que lo llamara para ponerse de acuerdo y pagarle.
El hombre sonrió impasible y le dijo que no se preocupara por la paga, que él lo contactaría en los próximos días, y, que, si no lo hacía, podía llamarlo a un número que le dio anotado y le dijo que preguntara por Francisco Ruiz. El padre y el hijo le agradecieron al hombre por la ayuda prestada, y este se marchó a toda velocidad y pronto se perdió en la nada. Eran casi las 12 de la medianoche y el frío apretaba.
El padre y el hijo bajaron hasta la obra en silencio, cada uno procesando a su manera lo que acababan de vivir. Estaban agradecidos y atónitos con el desconocido, que los había auxiliado en un momento tan difícil. Llegaron a la obra, descargaron sobre el piso la arena y cerca de la una de la madrugada regresaron piano piano a casa.
Dos días después, el desconocido aún no había llamado al padre. Entonces, inquieto, sacó del bolsillo el papel en el que había anotado su número y su nombre, e hizo la llamada. Al segundo repique, una voz femenina respondió y cuando el padre preguntó por el hombre y contó la historia, hubo un largo silencio al otro lado de la línea y creyó escuchar los sutiles estertores del llanto.
Al cabo de algunos segundos, la voz femenina dijo cortante que allí no vivía nadie con ese nombre y que por favor no volviera a llamar, que respetara el dolor ajeno, y colgó con estrépito.
Pasaron los años y el padre nunca recibió la llamada prometida. De vez en cuando recordaba con su hijo (ya convertido en hombre) aquella historia, y todavía no podían explicar lo sucedido, solo alcanzaban a formular supuestos y manidas hipótesis. ¿Portento? ¿Misterio? ¿Solidaridad sin límites? Todo es posible.
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